Batalla de soldados

Aquel hombre-niño de mirada penetrante, rigidez de expresión y sonrisa amarga, pasaba parte del día entre sus soldaditos de plomo.

Los ordenaba por colores y cada color tenia una posición en la jerarquía de su juego, unos merecía sobrevivir en la batalla y otros, los que presentaban algún defecto de fabricación no.

De vez en cuando, intentaba reparar algún alto mando defectuoso, pero cuando veía que no podía cambiar su indumentaria, le ponía en primera posición de batalla, mientras que su sonrisa leve iluminaba su expresión seria y distante.

Pasaba así sus ratos libres, soñando batallas de soldados de plomo, en las que él era el máximo caudillo. Descargaba cañones en contra del enemigo, manchaba uniformes con salsa de tomate, asemejando la masacre de la que era víctima el perdedor.

Al finalizar la batalla siempre intervenía con su metódica doctrina, y lanzaba a los vientos un discurso sobre la justificación de la contienda y la necesidad de la lucha para preservar los valores de su imaginaria nación.

Después de la conferencia bélica y sentado en el sillón más cómodo de su maravilloso salón, con las piernas entrecruzadas y subidas a su mesa de caoba, encendía su puro, por cierto cubano y de la más soberbia calidad y tiraba de él con sus inmóviles labios, hasta formar una nube de oloroso tabaco, que le sumía en una ensoñación de grandeza y poder.

Al fondo se escuchaba una estruendosa voz, que le llamaba reiteradas veces, y al final se escuchaba como un gemido angustiado, "papá ayúdame" el hombre sumido en su sueño desoía conscientemente esa llamada molesta que pedía auxilio.

Terminada su fantasía con una enorme calada de aquel tabaco, se levantó del sillón, estiro sus tísicas piernas y desperezó su enjuto cuerpo, salió por la puerta noble, de su ennoblecido salón.

La voz hacía rato que se había apagado y ahora tan solo se escuchaba un débil murmullo de dolor, que provenía del fondo entrada y a los pies de la escalera de metal dorado que coronaba la estancia. ¡Papá! tan sólo le dio tiempo a escuchar esa palabra, casi un susurro, que finalizó con el aliento de aquél su hijo, que colgado de la barandilla media hora antes de llamaba con desesperación. Tendido en el suelo con la mirada perdida y la boca ensangrentada, ni siquiera tomo la mano de aquel padre que le dejo caer por el precipicio de la escalera peligrosa que por grandiosa en su casa colocó.

El hombre-niño, tan solo derramó dos lágrimas que su dolor representaba, una cuando entró la madre de la criatura y la vio tendida y sin vida, con esa lágrima su muerte justificaba. Otra cuando a la mañana siguiente vio la habitación vacía de su hijo, ¡todo su trabajo para decorarla, todo su esfuerzo invertido! ahora de nada servía.

Al día siguiente, después del entierro de la caja blanca de pequeñas dimensiones, volvió a su salón de grandes dimensiones y jugo con sus soldados, formando la batalla que la muerte de su hijo había parado.

 

Madrid, abril de 2004

Ana Esteban