Cambio de rumbo

Pedro a sus setenta años llevaba una vida tranquila. Hacía más de tres años que había enviudado de su adorada María y con su pensión y su piso no tenía problemas económicos. Sin hijos, ya que nunca pudieron tenerlos, vivía solo y se encontraba a gusto. El apartamento en el que residía era pequeño, pero coqueto. Lleno de recuerdos y retratos de su difunta esposa. Al morir ésta, guardó en un maletero todas sus “fotos”, dejando solamente las de María sola y de joven. En ninguna de ellas, enmarcadas y colocadas en mesas y estanterías, aparecía él.

Llevaba una vida rutinaria. Por las mañanas, a diario, bajaba por el pan y medio litro de vino y una vez a la semana hacía el resto de la compra. Pasaba muchas horas del día leyendo en casa. Eso era su mayor entretenimiento. Nunca había sido amigo de juegos de mesa, y ello a pesar de que en el bar de abajo todas las tardes se jugaban partidas de cartas y dominó. Partidas a las que en varias ocasiones le habían invitado. Él prefería zambullirse en las historias de los libros.

A la hora de cenar ponía un rato la televisión para escuchar las noticias y si echaban alguna película que pudiera interesarle la veía antes de acostarse. Así iban pasando sus días.

Una noche en la que no había nada interesante que ver en la televisión se acostó pronto. Debían de ser las nueve y media aproximadamente. Se estaba quedando dormido y oyó el ruido de unas llaves que en la cerradura intentaban abrir la puerta principal de su casa. Alarmado se levantó dirigiéndose hacía la entrada. Al llegar a ella, vio a una pareja de jóvenes, hombre y mujer, que encendían la luz del recibidor. Los dos, al verle se asustaron tanto o más que él. Pedro estaba descalzo, en calzoncillos y tapando parte de su cuerpo con una sábana.

- Pero... ¿quién es usted y qué hace aquí en mi casa? - le dijo la joven desconocida.

-¿Cómo que en su casa?. ¡Esta casa es mía!. - contesto Pedro.

El joven, pareja reciente de la chica propietaria o no del piso, no entendía nada. Además era la primera vez que entraba en esa vivienda.

- ¡Ahora mismo, o se marcha usted o llamo a la Policía!. - le espetó la muchacha al anciano.

- ¡A la Policía la voy a llamar yo en este instante!. - replicó Pedro.

Llamaron y en la espera, se miraban los tres con cara de circunstancia. El chico abrazaba a su pareja y procuraba tranquilizarla, diciéndola que todo se arreglaría. Pedro, enrollado en la sabana, sentado en una silla, creía estar soñando.

Dos agentes de la Policía Nacional, tras examinar la documentación de los reclamantes y comprobar sus domicilios, pidieron a Pedro que les acompañara a la Comisaría.

- Vístase, si es que tiene ropa, y venga con nosotros, por favor.

- Pero, ¿por qué?. Yo no he hecho nada y... estoy en mi casa.

- Señor en su documento aparece un domicilio que no es este. La dirección correcta es la de la señorita. Su domicilio no es aquí en Madrid; es de Valladolid.

- ¡Valladolid!, yo no conozco Valladolid, no he estado allí en mi vida. Esto es un mal entendido. Por favor créanme.

A pesar de la negativa del anciano y tras haber confirmado que el domicilio era de la joven, Pedro no tuvo más remedio que vestirse. Acompañado por los policías se disponía a abandonar el domicilio cuando un escalofrío invadió su cuerpo. En la mesa del recibidor, y enmarcado, había un retrato de la joven que decía ser propietaria de la vivienda. ¡En el mismo sitio donde debería estar el retrato de su mujer!.

Con todo el alboroto que se había formado, algunos vecinos se hallaban en el rellano de la escalera, viendo como bajaban el anciano y los agentes. Al llegar al primer piso, Pedro vió el cielo abierto, ya que una señora en bata curioseaba lo que sucedía.

- ¡Doña Pura! - gritó el anciano - ¡Dígales a estos señores que el piso es mío!.

La señora, callada y extrañada no dijo palabra.

En la calle también había expectación. Los parroquianos y el dueño del bar, habían salido a ver como se llevaban al viejo en el coche patrulla. En un último intento, Pedro gritó al que regentaba el bar, donde a diario compraba el vino.

- ¡Magín!, diles quién soy. ¡Esta gente se ha vuelto loca!.

Uno de los policías, le dijo al tabernero:

- ¿Conoce a este hombre?.

Mirándole apenado, respondió:

- No lo he visto en mi vida.

Han pasado varios meses. Pedro, que ese si que es su nombre, lleva todo este tiempo recluido en un sanatorio mental. Ya no tiene claro si aquella era su casa o no. Los únicos recuerdos que conserva de su vida, son los de esa vivienda. Recuerda los esfuerzos económicos que tuvieron que hacer él y su mujer hasta pagar la última letra; La larga y penosa enfermedad que postró a María en la cama hasta su fallecimiento... Todo son dudas. ¿Habrá estado casado con María, o será fruto de su imaginación?. No sabe si es soltero, casado o viudo como él creía. La medicación que toma a diario no le deja pensar. ¿Y doña Pura, y Magín?. Y, ¿qué hacía yo allí si no era mi casa?. ¿Cómo entré en ella?...

Nadie le cuenta nada, nadie le explica nada. Y ¿loco?, yo no estoy loco. ¡Valladolid!.... No conozco Valladolid. Nunca he estado allí.

 

Madrid, agosto de 2003

Fernando José Baró

Narración finalista del I Certamen Literario “Verbo Azul”