El "Cachitas"

Verano de 1936. En un pueblo de la provincia de Segovia; Cesáreo y su hermano Luis, se encuentran de vacaciones.

El pueblo, llamado Aguilafuente, es la cuna del padre de ambos, Cesáreo Cerezo Olmos. El tercer hermano, el más pequeño, Santiago, está en Madrid con sus padres, que más tarde se reunirán con sus dos hijos para pasar el estío, entre maravillosos pinares. Pero algo alargara las vacaciones en tres años. Los que tardarán en volver a Madrid, a su casa en la plaza de Nicolás Salmerón (hoy de Cascorro).

La guerra civil ha estallado en España y los frentes cortan y dividen a la familia. Estos dos niños de la capital, que estudiaban en las Escuelas Pías de San Fernando, en la calle de Embajadores (incendiadas y destruidas el lunes 20 de julio de 1936) se verán durante tres años viviendo en casa de su tío Manolo, hermano de su padre, realizando las tareas del campo.

Cesáreo, el segundo hijo, era un niño muy listo, comunicativo. Físicamente, delgado, alto y fibroso. Por este motivo fue conocido en el pueblo por “el Cachitas”. Ayudaba en las labores del campo a su tío Manolo y, en su tiempo libre, eran varias las ocupaciones que tenía; Recibía de un estudiante de Veterinaria algún dinero por llevarle patas, con las que hacía prácticas de herraje. Las conseguía, en un barranco que había a las afueras del pueblo. Allí provisto de una sierra, las sacaba de los burros. También, algunos jóvenes del pueblo le pedían algún gato para hacerlo en salsa. Por cazarlo, podía luego participar en la comilona. Según me contó años más tarde, el gato es un animal muy sabroso.

“El Cachitas”, recordaba sus años en Aguilafuente con cariño. Tan solo con la intranquilidad de tener a su padre preso, por pertenecer al partido derechista de Gil Robles,(Acción Popular) y no saber de su paradero. Su padre estuvo preso en la Cárcel Modelo de Madrid, luego en Albatea, en un campo de trabajo, y finalmente en el castillo de Santa Bárbara, en Alicante. Se salvó de un desordenado ametrallamiento masivo, abrazado al famoso portero de fútbol, Ricardo Zamora.

Mi abuelo Cesáreo me contaba su infancia así como lo cuento. A trazos. Una cosa cada día. Fui muy feliz estando a su lado. Me faltó tiempo para haber seguido compartiendo cosas juntos. Se fue sin avisar. No es que no quisiera decirnos adiós, es que no le dieron tiempo. Tenía mucho miedo a la muerte y mucho amor a la vida. Hubiera hecho cualquier cosa por retenerle, incluso me sentí culpable de estar vivo y que él no lo estuviera.

Algunas noches le sueño. Hoy mismo en sueños le he tenido frente a mí. Yo lloraba y él me preguntaba el porqué de mi llanto.

Sin dejar de llorar le explicaba que lloraba por su muerte. Él me decía:” Hijo, no llores, si yo estoy bien, de verdad que estoy bien”. Luego como siempre hacía para romper la tensa situación, medio en broma, pero con su cariño acostumbrado, me acariciaba la cara diciendo como tantas veces: “Qué guapo, qué guapo”. Acabamos riéndonos entre mis lágrimas. Después desperté.

Recordé los versos de Antonio Machado:

¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!…
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!

 

Fernando José Baró