El cigarro

 

Aún dudaba si fue su cigarro el que provocó el desastre. En realidad estaba convencido de que había sido culpa suya, recordaba haber pensado en el cigarro cuando aún estaba en el ascensor pero, como siempre, no hizo caso a esa especie de sexto sentido que nos avisa de ciertas cosas antes de que sucedan. Allí lo dejó, sobre el cenicero, cercano a la papelera de su compañera ecologista. Lo recordaba encendido, vigoroso, con su voluta de humo; parecía diabólico. En fin, uno no puede imaginar que un edificio como el Windsor puede arder como una cerilla gracias a un triste ducados.

En ocasiones le contaba la historia al camarero del pub irlandés que había justo al lado de su nueva oficina. Sólo una persona más sabía que quizá su cigarro fuera el culpable de que Madrid pareciera una tarta con una vela encendida. «En fin, cosas que pasan», le decía siempre mientras se aflojaba el nudo de su corbata. Después volvía a beber su cerveza. El camarero, por otro lado, hacía bien su papel. Le escuchaba mientras pasaba la bayeta de un lado al otro de la barra. «Hombre, nunca puede estar uno seguro de ese tipo de cosas», acostumbraba a decir cuando la escena se prolongaba demasiado. Al final de la jornada salen de la boca esas cosas que no entendemos demasiado de nosotros mismos; sobre todo si es invierno y uno no ve apenas la luz del sol.

Una vez acabadas las dos cervezas de cada día, se montaba en el coche en dirección a su casa que, por otro lado, cada día se le hacía más lejana. Vivir en el centro era imposible, es casi impensable pensar en comprar una casa en un lugar que no sea la periferia. Se había decidido por Móstoles, no sólo por los edificios altos, sino porque su compañera ecologista vivía allí. No era demasiado guapa pero tenía un buen culo. Cosa que para Alejandro González era más que suficiente. No se fijaba en otra cosa, el final de las piernas y el culo.

Recordaba que el día que inauguró su piso era el mismo que el del incendio; además era el cumpleaños de la ecologista. Eran las diez y media de la noche y tenía demasiada prisa como para volver a subir diez plantas y ver ese estúpido cigarro humeante, además quién podría imaginar algo así; él desde luego que no.

Era bien cierto que en una ocasión se prendió una papelera durante la hora de la comida. Nadie supo quién era el dueño de ese cigarro mal apagado. Sólo él y su compañera ecologista sabían que fue por culpa de un cigarro ducados mal apagado pero, como todo en esta vida, quedó en una especie de secreto, como el secreto de sus escapadas al baño de cada viernes o sus juegos eróticos sobre la fotocopiadora cuando el jefe tenía una reunión. Desde ese día su compañera le hizo prometer que dejaría de fumar después de su cumpleaños.

La inauguración del piso fue todo un éxito, incluso su jefe se mostró encantado y agradecido por la cena. La ecologista, que siempre llevaba unas gafas de pasta caídas, estaba contenta de que Alejandro González dejara de fumar el mismo día de su cumpleaños. De este modo, hacía de maestra de ceremonias diciéndole a todo el mundo que, por fin lo había dejado, «Ya no tendrá problemas con la ley antitabaco que anuncia el gobierno para el próximo año», decía. A todo esto, él ponía una mueca de confirmación. Nadie podría pensar que su último cigarro pudiera cobrar tanta repercusión. Cierto era que para él era importante, pero ni se le había pasado por la cabeza que toda la ciudad lo festejara con él de ese modo, tirando la casa por la ventana, quemando aquello que es viejo como en las viejas tradiciones valencianas y nunca mejor dicho.

Curiosamente, mientras todos hablaban alegremente con las copas en la mano, Telemadrid ofrecía imágenes en directo del incendio. Un helicóptero giraba alrededor del edificio en llamas. Entonces fue cuando el jefe dejó de ser agradable para volver a ser el jefe, cogió su abrigo tan rápido como pudo y, como un rayo, se presentó en medio de todo el jaleo. El crepitar de las llamas le hizo llorar de impotencia en el mismo momento en que desde Móstoles todos los demás seguían el espectáculo por televisión.

Afortunadamente, durante el año siguiente, tan sólo se especuló sobre unas sombras extrañas y nada se dijo de la verdadera causa del incendio. Quizá los investigadores desecharan del todo la posibilidad del cigarro o, simplemente, no fuera la verdadera causa del incendio, pero Alejandro González seguía sintiendo que tenía algo de culpa en todo aquello. Además este sentimiento aumentaba cada vez que fumaba en el baño y a escondidas de su amada ecologista.

Desde el incendio hacía una especie de ritual cada vez que encendía un cigarrillo, se sentaba apoyando la espalda en la pared y procuraba tener cerca agua corriente, por si acaso se repetía alguna de sus pesadillas. Sólo fumaba de prestado y no volvió a utilizar un cenicero, lo tiraba todo por el retrete.

Era gracioso observarlo a la hora de la comida. Todo el mundo acudía por costumbre a un restaurante cercano y justo después de la comida encendían sus cigarrillos. Él los miraba con verdadera pasividad, deseaba ese cigarro, esa sensación de llenar los pulmones de nuevo y expulsar el humo, sentir el aroma del tabaco en la garganta. La ecologista lo miraba vigilante mientras pelaba su naranja de todos los días. De vez en cuando, alguno de sus compañeros olvidaba que lo había dejado y le ofrecía un cigarrillo como por costumbre. A esto Alejandro González respondía: «Lo dejé el año pasado, a veces un cigarro tiene demasiadas consecuencias.», siempre mentía.

 

Justo Zamarro