El doctor Casamayor

La taberna matritense, más que centenaria, se encontraba ubicada en la calle Conde de Romanones. Casi haciendo esquina con la plaza Tirso de Molina, plaza del Progreso con la República y la anterior Monarquía. La fachada estrecha, era todo lo que ocupaba, la puerta de entrada. En la parte superior de la fachada, unos cristales de colores muy antiguos, algunos rotos, rotulaban la palabra: VINOS.

En el barrio la taberna era conocida como “Los caracoles”. Local estrecho y muy alargado. Al entrar, a mano derecha se encontraba la barra. Típica barra de zinc, en la que el agua está corriendo continuamente por sus pilas. Frascas de vino blanco o tinto y quina con selz, era lo único que había para beber. Como acompañamiento, la especialidad. Unos exquisitos y algo picantes caracoles. Servidos en cazuelas de barro. De la pared colgaba un reloj isabelino, con unos jinetes esmaltados. La primera estancia con sus paredes forradas en madera y llenas de espejos. La típica decoración de las tabernas de época. Para sentarse, veladores redondos de madera. A continuación un comedor con veladores de mármol. Un pasillo alargado, estrecho y oscuro con puertas cerradas, y al final el retrete de taza turca.

Los dueños de la taberna eran dos hermanos. Ramón y Felipe. Este ultimo, amigo de la familia y del que guardo gratos recuerdos. Amigo en su juventud de los hermanos de mi abuela y muchos años ya, gran amigo de mi tío y mi padre.

Los dos hermanos solteros, eran totalmente opuestos en todo. Hasta en lo físico. Ramón, bajo de estatura. Ni bebía alcohol, ni fumaba, ni iba con mujeres. Felipe era todo lo contrario. Alto, delgado, juerguista, fumaba no solo cigarros, también puros de los que se tragaba el humo. Bebía cerveza, coñac o lo que fuera menester. También como buen español se perdía entre bellas mujeres.

Ramón era el encargado de la barra y de la caja. Su hermano servía en las mesas. El cocinero de los famosos caracoles era Felipe. Madrugaba mucho para cocinarlos en la cueva del mismo local. Vivían justo en el portal de al lado de la taberna. Tenían un balcón a la calle con un termómetro y una jaula vacía, que nunca metían dentro ya fuera invierno o verano.

Al preguntar el por qué de la jaula a Ramón, contestaba:

- La jaula la dejo para que la gente que pase por la calle piense: ¡Vaya gente, con el frío o calor que hace y dejan al pájaro al exterior! Así tienen de que hablar.

La verdad es que Ramón era un tipo raro. Coleccionista de monedas. De las que tenía una importante colección. Series completas, primeras pruebas numismáticas, monedas de plata y oro muy antiguas.

Toda su colección la guardaba en un cuarto de la casa, cerrado con llave. Cuarto con puertas de cristales. Una vez llegué a entrar. Me lo enseñó. Todas las paredes del cuarto estaban empapeladas de billetes antiguos.

Felipe me contaba, que dejaba los caracoles después de lavarlos varias veces con sal gorda. Así soltaban las babas durante toda la noche. Al día siguiente se levantaba temprano. Ya estaban listos para cocinar. Sobre las nueve de la mañana, ya preparados los subía de la cueva en una olla enorme, a la barra de la taberna. A continuación subía a casa a echarse un rato. A las nueve y media era Ramón quien abría la taberna al público. Luego a media mañana se hacían cargo los dos hermanos. Cuando se acababan los caracoles se cerraba el bar hasta el día siguiente. Los domingos por la tarde no se abría.

Ramón como se dice vulgarmente, era quien cortaba el bacalao, aun siendo el hermano menor. El motivo venía de varios años atrás. Jugando a la lotería nacional los dos junto con otro hermano llamado Macario, cogieron un importante primer premio. A los pocos años, la fortuna les volvió a sonreír con un segundo premio. Cada uno se gastó el dinero a su manera. Macario, a parte de comprar un piso para vivir con su compañera, de la que tuvo una hija, se compró una potente moto, con la que se mató en las calles de Madrid. Calles entonces adoquinadas. Al ir sin casco, cayó al suelo perdiendo la vida en el acto.

Ramón se gastó ambos premios en su afición a las monedas. De ahí sus valiosas colecciones. Nunca faltó a la cita diaria de la taberna. Lo contrario hizo Felipe. Viéndose con mucho dinero dejó la taberna. Se dedicó a vivir la vida. Ese fue el motivo por el cual cuando después de gastarse todo en juergas y en niñas, al volver, las riendas del negocio quedaron en manos de Ramón.

Hay varias anécdotas contadas por Felipe, de cuando marchaba boyante económicamente. Le hubiera gustado ser médico. Había sido uno de sus sueños. Ahora con dinero, sin serlo, podía llamarse doctor Casamayor. Si estaba en un café, de charla con unos amigos, y había dudas sobre si era médico, se acercaba a pedir una ronda a la barra y tras hablar con el camarero y darle 500pts (mucho dinero para la época) la trama estaba servida. Al rato de sentarse de nuevo con su grupo, los gritos del camarero invadían el local: ¡El doctor Casamayor, doctor Casamayor, le llaman por teléfono!

- Si. Soy yo.

Contestaba, incorporándose. Tras hacer que hablaba, se acercaba al grupo.

- Lo siento, os tengo que dejar. Está todo pagado. Es una urgencia, debo ir al hospital.

Gracias a esta farsa, muchos comenzaron a creer que verdaderamente era médico. Otra de las cosas que hacía era hablar con el encargado de un club, para alquilarlo toda la noche a puerta cerrada. A veces el encargado le decía que no podía ser, ya que saldría excesivamente caro, al no saber como se iba a dar la noche y que no estaba dispuesto a perder dinero.

- ¿Cuánto gana en una buena noche?

Tras saber la cantidad, Felipe pagaba más y cerraba el trato con el club para él y sus amigos, con bebida y servicios de niñas incluido. Compró un coche, sin tener carnet, ni saber conducir y cuando se iban de juerga, lo llevaba cualquiera de sus amigos que supiera. El final de su fortuna lo derrochó, largándose a Canarias con dos niñas. Como las de la Verbena de la Paloma, una morena y una rubia. No sé si hijas o no de Madrid. Allí gastó el resto. Tras esta temporada en las islas afortunadas, ya sin un duro volvió de nuevo a Madrid. A “Los caracoles”.

Vivían ellos dos y su madre, Catalina. No era su verdadera madre, ya que murió siendo ellos niños. Era quien los había criado y a la que no solo querían, la adoraban. Cuando su madre murió, la criada que tenían era Catalina y no se separó jamás de ellos.

Ahora, anciana estaba muy delicada y no podía moverse de la cama. Ellos cocinaban, la limpiaban, la movían del sofá a la cama y viceversa. Aún recuerdo, al morir Catalina, la tristeza que invadió a ambos hermanos.

Yo desde niño iba mucho por la taberna. Vivíamos en el 17 de Tirso de Molina y me pillaba muy cerca. Siempre me invitaban a un vaso de quina con selz y a unos caracoles.

Si entraba alguien a la taberna y pedía algo que no hubiera, como cerveza, o coca cola, rápidamente contestaba Ramón, muy enérgico.

- Vino blanco o tinto.

- ¿No tienen cerveza?

- Blanco o tinto, señor. ¡Fuera tiene muchos bares!

El vino se servía en pequeños vasos de chato. En los que solo se llenaba medio vaso.

- Lléneme el vaso. ¡Aunque me cobre más¡, decían algunos clientes.

- Señor. (contestaba Ramón) Yo le pongo todos los chatos que usted quiera. Pero el vaso no se llena. ¿Quiere usted, dos tres…? Yo se los pongo.

Los domingos con “el Rastro”, no se podía ni entrar en el local. Era un sitio invadido de gente joven, de lo más pintoresco. Esos días llegaba la lucha entre Ramón y sus jóvenes clientes. Sabiendo de sus rarezas apoyaban aposta los pies en la madera o bancos alrededor de la pared.

- ¡Oiga, quite los pies de ahí! Esta madera tiene más de cien años.

Y pasaba un paño por donde hubiera puesto el pie.

Con los años me puse a trabajar en un almacén de ropa al por mayor. El trabajo consistía en subir de la calle a clientes de tiendas a comprar. Era en la calle de la taberna. En los meses de frío, antes de abrir al público, Ramón nos llamaba a mi amigo Paco, “el sevillano”, y a mí. Echaba el cierre y nos ponía un vino y dos cazuelas a cada uno. Una con caracoles y otra con caldo y un poco de pan. Así entrábamos en calor. Cuando llegaba la hora de pagar, al ser todos los días de frío la misma invitación, Paco o yo le decíamos:

- Venga Ramón, cóbrate. Dinos qué te debemos Que todos los días no nos vas a invitar.

Y contestaba mirando el reloj.

- Las diez menos cuarto.

- Ramón. Que te cobres ¡hombre!

- Vamos muchachos, que se hace tarde. ¡A correr!

Y nos echaba cariñosamente, con esa expresión que siempre utilizaba con su hermano Felipe, cuando le mandaba hacer algo. ¡A correr!

Pero nada perdura. Les ofrecieron un buen dinero por el traspaso de la taberna y una buena mensualidad por el alquiler. Aceptaron. Los caracoles, los fotógrafos japoneses, (que venían para llevarse inmortalizada una de las tabernas mas antiguas de Madrid, y a los que Ramón no dejaba hacer fotos) todo aquel rincón típico matritense, desapareció. Para la reforma (iba a ser otro almacén de ropa) arrancaron todas las maderas, más que centenarias, que cubrían las paredes. Se vendieron los veladores. Yo, amante de las antigüedades, le pedí a Felipe, (con quien tenía más confianza) que me vendiera un velador de madera y unas banquetas. Tras hablar con su hermano, me dijo que todo estaba apalabrado y vendido a otra taberna “El Quijote”, en la calle de Cuchilleros. Se conoce que, con el cariño que nos tenía, se lo volvió a pensar, y tras discutir con su hermano, me llamó y me dijo:

- Fredy. Pásate a por el velador y las banquetas.

Al preguntarle que cuanto le debía, sonriendo me dijo:

- Estás tonto; es un regalo.

Era una entrañable y maravillosa persona. Amigo de sus amigos.

Ya podían vivir Ramón y Felipe de las rentas. Sin necesidad de trabajar. Pero como “nada hay sublime, que no sea breve” (Campoamor) llegó el fatal desenlace de esta historia. Tras un pinchazo en el pecho y ser visto por los médicos, el diagnostico para Felipe, fue cáncer de pulmón.

Al parecer habían sido demasiados excesos. Llegó la preocupación en todos nosotros, la quimioterapia, la radioterapia. Dejó de fumar, pero ya era tarde. Los domingos se venia conmigo a Alcalá de Henares, a casa de mis padres. Allí pasábamos la tarde en familia, paseábamos por el casco histórico de la ciudad. Calles que le gustaban mucho. Un día paseando juntos me dijo:

- Fredy. He vivido, he disfrutado.

El último día que le vi, volvíamos en el coche de Alcalá a Madrid. Se puso a cantar “estas son las mañanitas que cantaba el rey David a las muchachas bonitas…”

Cantaba con fuerza. Quería demostrar que aún seguía vivo.

Un sábado, había estado con sus tres mejores amigos, en un bar de la calle de la Lechuga, jugando a las cartas. Se acostó tarde. A la mañana siguiente, llamó Ramón para dar la triste noticia. Felipe había muerto. Tenía 56 años. A todos nos invadió una gran tristeza. Aunque sus restos descansan en la Almudena, está presente en el corazón de todos.

 

Fernando José Baró