El grito del mar

Se había despertado sobresaltada. Había tenido un mal sueño, una pesadilla y notaba aún esa sensación. Tenía un presentimiento, una palpitación de mal agüero.

El rumor del mar, el sonido de las olas en días de marejada, la despertaban y era difícil volver a conciliar el sueño después. Poco a poco iba acostumbrándose, pero no del todo y en días así, mucho menos.

Siempre temía esas madrugadas que la desvelaban. Mitigaba sus miedos recordando las palabras que le decía su esposo para tranquilizarla. "Ea, mujer, olvídate del mal tiempo, de la tormenta. Piensa en lo calentito que se está entre las sábanas y mírame a mí: yo estoy a tu lado, mi amor!". Y el temor desaparecía.

Carmiña miró el lado de la cama que solía ocupar su marido, pero estaba vacío; en su lugar, sólo halló el hoyo de su cabeza al haberse apoyado en la almohada mientras dormía, él se había ido ya.

Suspirando, miró la hora en el reloj de la mesilla de noche y comprobó que era muy temprano; pero decidió levantarse y prepararse un café en la cocina, a ver si se animaba un poco. No se apartaba de su mente el sueño.

Observó el temporal por la ventana. Un viento racheado, acompañado de fuerte aguacero la hizo estremecerse; parecía el fin del mundo.

Las olas estallaban contra las rocas, ¡con tal furia!, que el estruendo se dejaba oír como la explosión de un dique.

Tan enormes eran, ¡tal altas!, que trepaban por el acantilado rebasando la altura de la carretera, saltando por encima del puente y cruzándole de lado a lado. Llevando en su arrastre todo lo que encontraban a su paso: árboles, piedras, animales...

El viento silbaba y ráfagas de frío se colaban entre las rendijas de las puertas y las ventanas de la casa.

Pensó en su esposo, como estaría. "no comprendo como en días así se arriesga a salir, no entiendo su atrevimiento de salir pescar". Varias veces habían discutido por lo mismo, pero no encontraba la manera de convencerle; de hacerle desistir en su empeño. Él nunca tenía miedo. Siempre andaba diciendo que le protegía su talismán: una canción que tarareaba continuamente y le daba suerte, le protegía cuando estaba en el mar.

Recordaba como le conoció. Fue en unas vacaciones que pasó con su familia en el Ferrol. Fermín era un joven apuesto, fuerte, simpático. Le gustó desde el primer momento que le trato. Al parecer, la atracción fue mutua porque él la siguió todo el verano y después también, viniendo a verla a la ciudad cada vez que podía y en cada ocasión que él propiciaba deliberadamente.

Se casaron unos meses después y Carmiña se traslado a vivir con él a orillas del mar, a un pueblo de pescadores de gran tradición marinera. Llevaban allí 10 años, tenían dos niñas; con el pelo tan dorado como la arena de la playa y unos ojos tan azules como el color del mar.

Lo que peor sobrellevaba Carmiña era el clima. La temporada invernal era bastante deprimente. Casi siempre había brumas o estaba lloviendo, una lluvia fina que apenas se notaba al caer; pero que calaba hondo. En esa época había semanas que pasaban sin ver el sol, sí acaso, en el hueco del día; pero duraba poco.

"Era curioso como en esos días las mujeres aprovechaban para lavar: sábanas, edredones, cortinas y toda la colada. Todos los tendederos se veían repletos de ropa tendida, esperando que secaran débiles rayos del sol". ¡Lo bien recibidos que eran y lo poco que se dejaban ver!.

Por lo demás, se adaptó perfectamente; ayudaba a Fermín con las redes, reparaba y preparaba los aperos necesarios para la pesca, aliviando un poco la tarea de su marido.

Desde la infancia, Fermín, había vivido junto al mar y para el mar, también del mar; no con la generosidad que a él le gustaría por la dedicación y el sacrificio empleados; pero suficiente para vivir bien.

Cada día, cubierto de nubes, hiciese frío o calor; con lluvia o sin ella se hacía a la mar. De madrugada, cuando la noche cubría aún con su manto de oscuridad el horizonte, se metía en su barca y se adentraba en el mar en busca del sustento diario. Centollos, nécoras, langostinos, angulas..., si había suerte. A la vuelta, los vendía directamente a los hosteleros del lugar. Siempre era poco el marisco para la gran demanda que había. ¡Era tan deseado por los turistas como apreciado por sus paladares al degustarlos!.

Carmiña seguía preocupada. El mar estaba encrespado, embravecido; las mareas levantaban olas cada vez más fuertes, más altas; parecía que competían entre ellas. Si una era grande, la siguiente mucho mayor que la anterior.

Las barcazas que seguían atracadas en el muelle se balanceaban como marionetas; no sería de extrañar que algunas rompieran el amarre y desaparecieran mar adentro con la tempestad, arrastradas por la corriente.

Gimió de impotencia y de angustia y decidió indagar por su cuenta. Salió y preguntó a varios conocidos que merodeaban por allí, lo mismo que ella; seguramente esperando recibir alguna información, pero nadie sabía nada.

Los pescadores que quedaron en tierra esa mañana, no se sabe si por no poder sacar sus barcas del puerto por las mareas o por miedo simplemente del temporal, fueron reuniéndose junto a las mujeres de otros pescadores y empezaron a hacer unas listas con los nombres de los ausentes, para dar cuenta de ellos a los guardacostas y organismos competentes. Formaron grupos de rescate, unos salieron en lanchas por su cuenta, otros dieron la voz de alarma a los hospitales y centros sanitarios, por si llegaban los desaparecidos, enfermos o heridos.

Las mujeres regresaron a sus hogares para escuchar los partes meteorológicos y estar informadas de cualquier noticia sobre los desaparecidos.

Las horas pasaban y el desánimo se iba apoderando de Carmiña. Cuando unos golpes en la puerta hicieron que se olvidara de su decaimiento y volara a abrir.

- Señora, acaban de encontrar la barca de su esposo junto al acantilado, medio destrozada.

Carmiña profirió un grito y rompió a llorar.

- No se desespere, mujer, están rastreando la zona y no hay ningún signo de que a Fermín le haya ocurrido nada. Ya verá como en cualquier momento aparece sano y salvo.

Los nervios de Carmiña se desataron, creía ver a Fermín muerto, ahogado entre las olas; arrastrado por las mareas. Perdido en medio del océano. Sollozó por las evocaciones de esas imágenes, no quería dejarse abatir tan pronto; aún, no: "Confió en la destreza de mi esposo, en su fuerza, ¡Dios mío, ayúdale!".

Y con esta esperanza se quedó más sosegada.

La tormenta empezaba a remitir, la lluvia y el viento ya no eran tan fuertes y poco a poco volvía la calma.

Decidió reunirse con los demás, quería estar acompañada de sus amigos cuando llegaran las primeras noticias. Esperaba que no tardaran mucho más, sino, la angustia iba a terminar con ellos.

No se equivocó, un rato después...

Las transmisiones empezaron a emitir sonidos, un comunicado que les mandaban desde un barco costero. Todos enmudecieron. Con las respiraciones contenidas por la ansiedad y los ojos fijos en el telegrafista. Por su expresión, supieron antes de que dijera nada, que eran buenas noticias. Al término de la comunicación, sonrió y gritó:"los desaparecidos están bien; sanos y salvos".

Los recogió un carguero que faenaba por la zona cuando nuestros compañeros les mandaron señales del peligro que corrían por los fuertes vientos, que hacían peligrar sus embarcaciones y con ellas su propia vida.

La alegría les desbordó. Lloraban y reían al mismo tiempo; abrazándose unos a otros; dando gracias a Dios por haber salvado a sus maridos, a todos los pescadores.

Carmiña corrió a su hogar, deseaba tener preparado, para cuando llegara su esposo. Ropa limpia, mantas y toallas por si eran necesarias y la casa caliente.

Hizo café, abrió la cama por si quería acostarse; seguramente vendría agotado. Extenuado después de tantas horas, aterido de frío por el tiempo que debió pasar a la intemperie hasta que vinieron a rescatarle.

Muchas horas después, su marido le contó la odisea que vivió en el mar, como se acordó de sus hijas; lo que pensó en ella. "fue lo que me dio valor para soportarlo, la fuerza necesitaba seguir luchando contra adversidad en medio del mar. el pánico no dominara también puse a cantar".

Sabía que si entonaba esa canción, mi talismán, me salvaría: y así lo hice, castañeándome los dientes entre mis labios, entone:

"Con el vaivén de tu cuerpo
Carmiña, mueves tu falda,
como se mueve mi barca
con las mareas y el viento...
Carmiña, tu falda...
Carmiña, tu cuerpo...
El que tanto amo,
por él yo... ¡Navego!."

Ana Vadillo Gómez.

Con la colaboración de la Universidad Popular de Alcorcón