El plagio

“No me quiero morir, pero si hay que morirse, pues se muere uno.” Rodrigo contestaba así a la pregunta de si no tenía miedo a la muerte. Los contertulios tras leer sus últimos versos, veían cercana la muerte del poeta. Tal vez el suicidio como una obligación.

Pero, recorramos unos años atrás en el tiempo. Rodrigo, madrileño de nacimiento, vivía en la Ribera de Curtidores. Había terminado su bachillerato y estaba sin oficio ni benefecio. Sacaba algún dinero de vez en cuando, ayudando a los anticuarios de la zona (en la que era muy querido) a transportar muebles y objetos de las viviendas de sus antiguos propietarios a las almonedas. Trabajaba un día si y tres no. A Rodrigo le gustaba mucho leer y tenía una gran cultura. Sus amigos, los anticuarios, le dejaban libros que luego devolvía.También le gustaba escribir, sobre todo poesía. Eran pequeñas composiciones de rima libre. Como decían los del barrio, hacia chascarrillos. Esa expresión a Rodrigo no le gustaba. Decía que era, de momento, aprendiz de poeta. Pero cada vez que intentaba hacer versos basándose en la métrica, se desesperaba viendo que no lo conseguía, y no digamos nada ya si intentaba hacer un soneto. Eso, como el mismo decía, “son palabras mayores”

Rodrigo vestía muy señorito y se mostraba galante con las vecinas. Pero todas sabían que era un muerto de hambre. Tenía dos trajes, ya algo roídos. Uno para verano y otro por si hacía frío. Así que siempre iba con el mismo traje dependiendo de la época del año.

Laura, vecina suya, era mas joven que el. Soltera, castaña clara, muy delgada, pero con atractivas formas. Rodrigo, desde la ventana de su casa, la observaba.

- ¡Qué buen porte, qué movimientos, qué preciosidad de mujer!

La saludaba y hablaba con ella. Siempre del tiempo que hacía, del trabajo, pero no se atrevía a declarar su amor. No tenía nada que ofrecerla.

Los días que no trabajaba, que eran los mas, visitaba a su amigo Sebastián. Este vivía en el puente de Vallecas, en una casa tan mísera como la de Rodrigo o más aún.

Sebastián era ciego. Tenía un perro pequeño, que le hacía compañía y que le servía de gancho para la limosna. Entre su ceguera y el perro, sacaba a diario para lo poco que comía y lo mucho que bebía.

Sebastián veinte años mayor que su amigo, no había sido siempre ciego.

- Chico (le decía) yo he visto y vivido muchas cosas. He amado y me han amado, y cuando lo tenía todo visto, para qué iba a ver más. Los médicos dijeron que la ceguera se debía a la bebida.

Rodrigo le contaba su pasión por Laura y su falta de valentía para expresarla su cariño.

Sebastián le respondía:

- Si te gusta, ¡a por ella! Pero si ves que no tienes nada que hacer, olvídala, antes de que te rompa el corazón. Hazme caso chico, a mi me lo rompieron.

Y seguía metiéndolemano y boca a la botella.

Un día, entre trago y trago, Sebastián se puso a recitar bellos poemas. Rodrigo le preguntó que de quien eran.

- ¿De quien van a ser? Pues míos.

- Yo no sabía que hicieras poesías; además parecen sonetos.

- Chico, ya te he dicho que he vivido y he visto mucho. Yo también fui joven y escribía versos. Y un poeta o escribe sonetos, o no es poeta.

A partir de entonces, Rodrigo copiaba a Sebastián y recitaba sus composiciones poéticas. En la Ribera de Curtidores ya nadie decía que Rodrigo hacía chascarrillos.

En las tertulias recitaba de memoria o leía como si fueran suyos los versos del ciego.

Comenzó, además de ser querido, cosa que ya era, a ser admirado en el barrio. Pero su economía, seguía siendo igual de precaria. Nunca los poetas, salvo raras excepciones, vivieron holgadamente.

Cuando eran poemas amorosos, se los regalaba a Laura, que se sentía halagada. Mezclaba los sonetos de Sebastián con sus composiciones de rima libre. Algunas buenas, aunque inferiores a las de su amigo. Vivía una mentira, pero se sentía feliz. Pasaban los meses y no obtenía respuesta de Laura. Versos dedicados a ella, o al menos lo creía así. Aquella mujer no daba ningún paso. Todo quedaba en una buena amistad. A veces, si hacía buen tiempo, antes de que Laura saliera de casa, Rodrigo la esperaba sentado en un banco frente al portal. Un día Laura le vió triste.

- Rodrigo, ¿ no eres feliz?

- Y tu, ¿lo eres?

- Sí. Dentro de lo que cabe, si.

- Si yo, cada mañana al levantarme, viera en el espejo tu cara, también lo sería.

Ella riendo le respondió:

- No digas eso, que me vas a sacar los colores.

Rodrigo sabía que un joven abogado, a punto de acabar la carrera, filtreaba con Laura. Un joven que iba a colocarse de pasante en el despacho de supadre, abogado también. Aquel muchacho no era un muerto de hambre.

Ya llevaba dos años Rodrigo con la falsa farsa de poeta. Respetado en las tertulias, pero viendo cada vez mas lejos a Laura, la prometida del picapleitos.

Rodrigo comenzó a creerse realmente que las poesías eran suyas.

- Las fabricamos entre los dos, él las recita y yo las copio.

Se estaba creyendo su propia mentira.

Sebastián, ciego y harto de vino, se hallaba cansado de vivir. Sus versos resultaban cada vez más pesimistas y Rodrigo casi convencido de que eran suyos, tenía el mismo ánimo que su amigo ciego.

En el café, volviendo al principio de este relato, acababa de recitar Rodrigo:
TRAS DECLINAR MI ÁNIMO Y MI BRAZO
LAS FECHAS, YA POSTRERAS DEL INVIERNO
MARCADAS ESTARÁN CON FIRME TRAZO.

Y de ahí la pregunta de si no le importaba morirse. Salió Rodrigo del café, lleno de anís y de locura. Al ver a Laura perdida para él, y ver la mísera vida que el mismo llevaba, sintió más afinidad con su amigo ciego. Tanto se había metido en su personaje ficticio, que ya era mas Sebastián que Rodrigo.

Sebastián iba a acabar con su vida a base de vino. Su hígado cada vez se hinchaba más. Un suicidio lento. Rodrigo mas joven que el infeliz poeta, tenía buena salud. Funcionaba mal, eso sí, la mente.

Una mañana le llamaron como de costumbre para hacer un porte. Había que ir a la calle del Desengaño, por unas cajas y llevarlas a la tienda.

Rodrigo cogió las cajas, que pesaban como plomo. De vez en cuando se paraba para descansar. En una de las paradas, al dejar las cajas con fuerza en el suelo, la tapa de una de ellas chascó. Sentado en la otra, miró por curiosidad lo que contenía. Unos tinteros, unas figuras de bronce y una pistola de principios de siglo.

Cogió la pistola y la examinó. Se encontraba cargada. Al llegar a la tienda vió el comerciante que todo estaba correcto, como siempre y colocó la pistola, en la trastienda, entre unos libros. Ya se iba Rodrigo cuando le dijo al anticuario:

- ¿Puedo llevarme algún libro? Ya te lo devolveré cuando lo lea.

- Llévate el que quieras, hombre.

Se hizo con un par de volúmenes y, sin ser visto, guardó la pistola en su chaqueta. Esa misma tarde fue a visitar a Sebastián. Llamando estaba a la puerta, cuando una señora, desde una ventana, le gritó:

- Sebastián ha pasado a mejor vida. Le hemos encontrado los vecinos muerto cuando nos alarmamos al oír al perro ladrar sin parar. Vino el Juez de Guardia a levantar el cadáver y se lo han llevado al Instituto Anatómico Forense.

Rodrigo, desolado, emprendió el camino de su casa más obsesionado que nunca con creersela misma persona del difunto. Tanto que debía morir. Por eso, presintiéndolo había guardado la pistola. Había que darse prisa. No tardaría el anticuario en echarla en falta.

Por el trayecto pensó de repente:

- ¿Qué tengo yo que ver con Sebastián? Aunque en la tertulia crean que los versos son míos, pueden ser sentimientos pesimistas pasajeros. Pero, Laura. Ese si sería un buen motivo para un suicidio. Además, ya solo podré hacer chascarrillos, o decir que no quiero escribir mas, pero no va a ser creíble, y después de ser el poeta del barrio, chascarrillos no. Eso si que no.

Llegó a su domicilio hecho un mar de contradicciones y de dudas. Quitó el seguro del arma y se miró al espejo.

- Así dicen que Larra se quitó la vida.

¡No, no podía hacerlo! además, ¿para qué lo iba a hacer? Podía ser muchas más cosas que poeta. Y poeta ya lo era. Ya Sebastián no podía decir que esos versos no eran de Rodrigo. Nadie nunca dudaría de todo lo que había recopilado durante estos años. Era suyo sin serlo, incluso hasta podría publicar un libro.

- ¿Qué tiene que ver que no vuelva a hacer mas sonetos? ¡Que no hombre, que no! Que no me mato.

Con todo este pensamiento, ya había anochecido. Escuchó unas risas en el corredor. Corrió el visillo de la ventana y vio a Laura besando y acariciando al picapleitos.

¡Qué bella era! ¿Por qué no podía ser suya?

- ¡Maldita suerte la mía, ahora que tal vez publicando, cogería algún dinero y... Laura, mi Laura a punto de casarse!

Sonó un seco disparo, Laura, su prometido y algunos vecinos acudieron rápidos a casa de Rodrigo. La puerta estaba entornada. Rodrigo yacía en el suelo en medio de un charco de sangre. El plagio estaba consumado. Para todos, Rodrigo, el gran poeta romántico del barrio, había muerto.

Madrid, mayo de 1998  

Fernando José Baró