El tomate gigante

Hace mucho tiempo. Mucho antes de que naciese el tatarabuelo de vuestros tatarabuelos, vivían en una lejana ciudad dos hermanos y su anciano padre. Este era muy, muy rico, poseía tierras, ganado, joyas, mansiones y cien baúles llenos de monedas de oro. Pero un día don Tomás, que así se llamaba el viejo, murió y fueron a enterrarlo con una triste sortija, eso fue todo lo que el anciano se llevó a la tumba, una miserable sortija. Como era costumbre en aquella época, dejó toda su herencia al mayor de sus hijos que se llamaba Tomasín, este era flacucho, astuto, avaro como su padre y muy pérfido. Don Tomás solo puso una condición a Tomasín para recibir los bienes, que le diese a su hermano Tomasón algo para sobrevivir durante algún tiempo. Tomasín, que como ya sabemos era bastante artero y avaricioso, después de revisar concienzudamente el legado, decidió con un poco de mala idea, todo hay que decirlo, dar a su hermano un saco de semillas que encontró en un rincón de la casa. Esto es para ti Tomasón, espero que sepas sacar partido de la herencia de nuestro bien amado padre. Y con estas cerró la puerta del castillo en las mismas narices de su buen hermano.

Tomasón era corpulento, bueno en realidad estaba bastante gordo, también era bonachón y desprendido. Siempre decía que prefería un buen amigo a un filete con patatas, lo que a la vista de su corpachón daba a entender que tendría pocos amigos. Y no era así pues Tomasón tenia amigos por todas partes a pesar de haber comido cantidades enormes de filetes con patatas durante toda su vida. Hasta el día mismo en que murió su padre, para ser más exactos.

Así pues el grandullón dio media vuelta y se alejó del castillo, que ya no le pertenecía, con su saco lleno de semillas que pesaba una barbaridad y las tripas reclamándole sustento.

Cri cri. Levaba un buen rato con el saco a cuestas y ese ruidillo a sus espaldas. Cri cri: Se dio la vuelta una vez más y, una vez más no vio a nadie. Alguien se burla de mí pensó. ¡Qué diablos! Dejó el saco a sus pies y miró en todas direcciones. Nada. Cri cri, el sonido provenía de algún lugar muy cercano a sus botas. ¡Eh!, que soy yo, aquí, en el saco. Tomasón miró extrañado en dirección a la vocecilla, no podía ser, el saco estaba vivo y hablaba.

Desató con cuidado el cordel que lo mantenía cerrado y, sorpresa, dentro del saco encontró la mirada curiosa de un animalejo albino. Y...¿Qué haces tú aquí?, preguntó Tomasón. ¿Quién eres?. Pues soy un grillo, grandullón. Contestó el bichejo. Llevo encerrado mas de noventa años en este saco, por eso soy tan blanco. El grillo que, como todos los grillos encerrados más de noventa años en un saco, era muy parlanchín, le contó su historia. Cayó por casualidad en aquel saco y desde entonces se había alimentado de las semillas que contenía, estas no se agotaban nunca y dotaban a quién las comía de ciertos poderes. A él por ejemplo le otorgaron la capacidad de hablar con los humanos. Eso aparte de la cantidad de años que llevaba allí dentro sin morirse ni coger un maldito resfriado. Le contó muchas cosas más que no vienen al caso. Cuando acabó, el labio inferior de Tomasón colgaba dos palmos por debajo de la barbilla, con algo de baba en la punta. Nunca había visto nada igual.

Tomasón también relató su historia al Sr. Blanco, que así dijo llamarse el grillo. Se hicieron muy amigos. Acordaron vivir juntos en una choza abandonada a la orilla de un río. Allí decidieron sembrar las semillas que compartían. Tomasón se alimentaba de peces, una costumbre bárbara a juicio del Sr. Blanco, y este engullía ingentes cantidades de pasto, tanto que acabó poniéndose tan gordo como su amigo. Tenían puestas todas sus esperanzas en la próxima cosecha, aún no sabían de qué planta eran las semillas pero seguro que darían buenos frutos.

Con el buen tiempo llegaron los pájaros que también pasaron a formar parte de la dieta de Tomasón para espanto del grillo. Y con los pájaros llegaron los problemas, pues estos eran bastante aficionados a las semillas, tanto que se comieron buena parte de la siembra. Las pocas que consiguieron medrar se agostaron pronto con el calor. Solo quedó una mata que, a esas alturas de la temporada ya había definido su procedencia. Era una robusta tomatera.

Para espantar el hambre Tomasón y su amigo dedicaban horas al cuidado de su tomatera, la regaban copiosamente, arrancaban las malas hierbas que crecían en las inmediaciones y hasta le hablaban para que estuviese contenta. Todos estos cuidados dieron como resultado una sola flor que a ellos les pareció preciosa. A los pocos días de aparecer, la flor se marchitó y en su lugar brotó un precioso fruto, era un pequeño tomate verde y lustroso. Algo contrariados por lo escaso de la producción pero contentos por su belleza, aquel día se fueron satisfechos a la cama, tanto que antes de dormirse hicieron planes para su fruto, lo dejarían madurar bien y harían con el una ensalada de primera.

A la mañana siguiente tuvieron que frotarse varias veces los ojos para comprender lo que había sucedido. La planta no estaba, bueno si estaba, la pobre se hallaba sepultada bajo un tomate inmenso. Era varias veces más grande que Tomasón. Los dos amigos estuvieron un buen rato sin decir nada, contemplando esa maravilla.

Por fin vamos a comer hasta hartarnos, dijo el Sr. Blanco. Eso, dijo Tomasón, nos vamos a poner las botas, voy a por un cuchillo y nos lo comemos enseguida. Si, si, date prisa que me muero de hambre, apuntó su amigo. Se disponían a cortar el primer pedazo cuando vieron pasar delante de ellos una triste comitiva, era una familia muy pobre, todos vestían harapos e iban descalzos, se quedaron mirando el tomate como quien ve una aparición, el sonido de sus estómagos llegaba nítidamente a los oídos de los dos amigos. Fíjate en esos niños dijo el grillo, cuanto tiempo hará que no comen. Y esos padres, dijo Tomasón, que angustia no poder dar de comer a sus hijitos. Al momento decidieron que había que repartir ese tomate.

¡Ya sé! El grandullón hablaba subido encima del enorme fruto; se lo llevaremos al Rey Justino, él lo sabrá repartir entre todos los menesterosos del reino. Me parece bien Tomasón, nuestro buen Rey es justo como su nombre, habló el Sr. Blanco.

Y así se pusieron camino de palacio, no sin antes asegurar a la humilde familia que intentarían resolver sus problemas. Levaban el tomate en un carro que les prestó un agricultor y a su paso despertaban el interés de toda la comarca. Tomasín, que se había enterado del suceso, corrió detrás de ellos para conocer sus planes. ¿Qué pretenderán estos dos? Seguro que esperan que el rey les recompense bien. Se decía Tomasín. Se escondió entre unos árboles cuando el carro llegó a las puertas de la residencia real. Allí esperaría el desarrollo de los acontecimientos.

Tomasón, con su amigo asomado a un bolsillo de su chaleco golpeó la enorme aldaba de la puerta. Pom, pom, pom. No tardó en acudir a la llamada un cortés sirviente que los acompañó ante el rey. Este se hallaba sentado en el suelo, en mitad del salón de audiencias, jugando con sus gatos. Parecía divertirse de lo lindo. Cuando reparó en la visita se puso en pié, recompuso el atuendo y se dirigió al grandullón. ¿Qué se te ofrece? Preguntó con familiaridad. Verá señor. Comenzó a decir Tomasón. Por cierto ¿habéis comido ya? Dijo el rey reparando por primera vez en la presencia del grillo. Estoy hambriento. Pues, la verdad señor, es que llevamos varios días sin hacer una comida decente. ¡No se hable mas, estáis invitados a mi mesa! Verá señor, lo cierto es que no somos los únicos que pasamos necesidad en vuestro reino. La cosecha de este año no ha sido buena, peor que eso, nosotros solo hemos sacado adelante un tomate. ¿Un tomate? Dijo el monarca. ¿Un solo tomate en un año de trabajo? Si señor y se lo traemos para que usted decida como repartirlo entre sus súbditos. Pero... ¿cómo voy a repartir un tomate para todo el reino? Eso no es posible. Además, vosotros también pasáis necesidad. Quedaroslo para vosotros. Si lo que me decís es cierto, repartiré toda mi riqueza entre los necesitados. Os lo aseguro. ¡Faltaría más! Después se asomó a un ventanal, vio el tomate en el carro y enmudeció durante unos minutos. ¡Vaya hortaliza más enorme! Tomasón y el Sr. Blanco tenían razón. Repartiéndola calmarían el hambre de unos cuantos.

Pero los dos amigos tuvieron una idea mejor, sacarían las semillas del tomate y las sembrarían y así conseguirían una cosecha de tomates gigantes para paliar el hambre del pueblo. El resto del tomate lo dejaron en palacio para que el rey lo repartiese entre sus visitas. Por su parte en rey cumplió enseguida su promesa. Dispuso cuatrocientos carros tirados por bueyes en la puerta de la choza donde vivían Tomasón y el Sr. Blanco, los carros contenían todas las riquezas del reino y los amigos se comprometieron con el rey a repartir todo.

Tomasín, que había observado todo desde lejos, pensó que el rey le había regalado todas esas riquezas a su hermano en compensación por el tomate gigante. ¿Qué no le daría a él si le ofrecía al Rey toda su fortuna? Eso es, pensó, le daré al rey todo lo que poseo, seguro que el muy tonto me lo devuelve multiplicado por cien.

Vendió hasta la última propiedad, cambió por oro todas sus pertenencias y llenó con él cien baúles. Cargó todo en carros y se presentó ante el rey. El buen Justino al ver esa cantidad de oro se quedó de piedra. ¡Qué bondad la tuya Tomasín! Veo que eres tan generoso como tu hermano, cada uno ha dado lo que tenía. Serás recompensado como mereces. Dicho esto le ofreció un pequeño trozo de tomate y un saquito de semillas para que las plantase. Después mandó llevar las riquezas a Tomasón para que siguiese repartiéndolas entre los necesitados. La cara de Tomasín se puso de color rojo después verde y, un poco mas tarde, tenía un color azulado nada prometedor. Fue derecho a su casa, que ya no era su casa pues la había vendido como todo, y se dedicó a golpear los muros con la cabeza mientras repetía: ¡Soy tonto, muy tonto, tontísimo! Así pasó varias horas; cuando acabó el muro estaba lleno de pelos pegados con trocitos de piel y sangre.

Por fin fue a ver a su hermano para pedirle ayuda. Tomasón le explicó que todo estaba repartido, que no había pensado en él pues creía que era enormemente rico, pero que no se preocupara pues había puesto en marcha una gran empresa de producción de tomates gigantes que en poco tiempo daría beneficios. Como era tan generoso pensó en su hermano para dirigirla y llevar las cuentas del negocio. El Sr. Blanco sería su consejero principal, y él, Tomasón, se dedicaría el resto de su vida a repartir los beneficios entre los necesitados del reino y en los ratos libres escribiría cuentos y poesías para los niños. Su relato más célebre es uno que habla sobre los dedos de las manos ¿Lo conocéis? Tomasín se fundió con su hermano en un gran abrazo que por poco aplasta al grillo que veía la escena conmovido. Salió como pudo y se encaramó a la coronilla de Tomasón, desde allí salto a la de su hermano y así sucesivamente. Estaba loco de alegría.

La empresa tomatera fue un éxito y ningún habitante del reino volvió a pasar necesidad.

FIN

 

Fer

25 de noviembre de 2002
(gracias Raquel por tu idea)