El último strigoi

 

Si analizamos la historia de Rumania, su devenir a lo largo de los siglos y sus circunstancias sociales, podremos comprobar que es muy similar a la española. Allá en sus comienzos históricos luchó frenéticamente contra los invasores romanos. Asimiló su cultura y su romanización fue tan profunda que esas raíces han perdurado hasta nuestros días. Posteriormente sufrió las invasiones de distintos pueblos, que de alguna manera también dejaron profundas huellas en su idiosincrasia. Como España, se convirtió en una frontera para la invasión europea del Islam. Siglos de luchas mantuvieron la cultura occidental y el cristianismo en sus llanuras y montes. También como en España, fue una de las naciones que durante los últimos tiempos perdió el tren del desarrollo, esta vez sometida por la ideología contraria a la que atenazó España: el comunismo. Pero, también como ocurrió en España con el advenimiento de la llamada transición, Rumania lucha denodadamente por salir de esa miseria y ser uno más de los países desarrollados y modernos de Europa.

No termina aquí su similitud con nosotros. Esta lucha constante contra distintos invasores y su configuración eminentemente rural, ha llevado implícita una cultura rica en tradiciones. Unas veces multicolor y vistosista, otras tenebrosa y oscurantista.

Si preguntamos a cualquier europeo que sabe o conoce sobre este pueblo, poco podrá contestar, salvo sobre una figura mítica, que de manos de la literatura, y mucho más de la industria del celuloide, ha traspasado las fronteras, creando un mito donde solamente hay mentiras. Me estoy refiriendo a la figura del Príncipe, que no Conde, Vlad Tepes, más conocido como Drácula.

Rumania, como otros tantos pueblos, ha sido rica en una cultura de la muerte. Como tantas otras culturas, incluida la española, la muerte se rodea de ceremoniales y tradiciones; pero el aislamiento histórico y sobre todo el carácter rural de sus habitantes ha permitido que estas tradiciones se queden ancladas en el tiempo y perduren, casi sin evolucionar, hasta nuestros días, sobresaliendo entre todas la romántica figura del muerto que se queda anclado eternamente a este paraíso terrenal: el vampiro.

Esta figura mítica del no muerto está unida al pueblo rumano desde la noche de los tiempos, igual que en todas aquellas culturas que entierran a sus gentes pensando en algún tipo de “transito” o en la existencia del alma o espíritu. Pero con la diferencia de que en Rumania se ha adornado esta figura mezclando la vida con la muerte.

Todo empezó cuando Bram Stoker leyó con asombro la vida del príncipe valaco Vlad Tepes que vivió allá por el siglo XV y las de otros notables rumanos medievales junto a viejas tradiciones en el ritual de la muerte que se venían practicando en suelo rumano desde el principio de los tiempos. Stoker, sin duda influenciado por la propia idiosincrasia irlandesa y por su afición a los temas de ocultismo, realizó una mezcla de leyendas y tradiciones, añadiendo algunos toques históricos, y transformó a un héroe popular en un monstruo deleznable. Para liar un poco más las cosas, lo coloca en la preciosa región de Transilvania, haciendo ver a los turistas actuales vampiros diurnos donde solo hay humildes gorriones. No contento con esto, coloca al personaje en lo que en su día fue un castillo, que curiosamente casi coincide con su nombre (Bran / Bram), y ya tenemos el lío formado y además un inmenso negocio en marcha.

De un príncipe medieval que se parte los cuernos peleando contra el Imperio Otomano para salvar a occidente de los adoradores de Alá, lo convierte en conde chupasangres nocturno, más feo que “Picio” y con una sospechosa inclinación por las jóvenes doncellas campesinas. ¡Jesús! ¡Lo que hace la imaginación y el güisqui irlandés! Pero, como en casi todo, dentro del folklore y la mentira, subyace un poso de verdad histórica y de realidad.

La leyenda de los “no muertos” en Rumania ha pasado de generación en generación al amparo de la intimidad de los hogares cuando las madres se lo transmiten a sus hijos y las abuelas a sus nietos al amparo de la lumbre en las frías noches invernales. De puertas afuera nadie habla del vampiro rumano, del STRIGOI, pero todos son conocedores de su existencia.

Podría pensarse que en pleno siglo XXI estas figuras de leyendas góticas estarían ya arrinconadas en el desván de la historia y que solamente sirviesen como argumento en la ficción cinematográfica o en la literatura; pero no es así.

Apenas comenzado el año 2004, en la aldea rumana de Marotinu de Sus, seis campesinos aniquilaron al vampiro Petre Toma. No era la primera vez ni la única aldea rumana en que los vivos habían fastidiado las “vivencias” de un “no muerto”, pero sí ha sido la primera en que sus protagonistas terminaron ante un tribunal de justicia.

Marotinu de Sus es una aldea de poco más de 700 habitantes situada al sur de Rumania, en la comuna de Celaru, a 50 Km. al este de Craiova, en el distrito de Dolj. El nombre de la comuna (Celaru) deriva de la palabra “chelare”, que tiene por traducción, escondite; Y así es en la realidad. Las aldeas de esta comuna, y entre ellas Marotinu de Sus, parece que estén escondidas. Campos de maizales y caminos de tierras juegan al despiste con el extranjero como si estuvieran colocados a propósito, de manera que ocultasen la ubicación de las pequeñas casas. Quizás los siglos de invasiones y guerras hayan contribuido a que sus habitantes las construyeran y ubicasen de esta manera para librarse de sus invasores. Siempre tratando de ocultarlas a la vista y jugando al despiste con caminos y cultivos.

El virus europeo del dinero, la tecnología, los vehículos de lujo y todas esas lindezas están calando en el sufrido pueblo rumano; pero en Marotinu de Sus la “gripe europea” todavía no ha llegado. Ciertamente que algunos de sus jóvenes han emigrado para hacer “Las Españas” o “Las Italias”, pero a fecha de hoy todavía se trabaja con la pala y el azadón para alcanzar los sueños de futuro, y en sus campos sigue recortándose las siluetas de los negros pañuelos de sus mujeres y los negros chalecos de sus hombres y niños. Por allí no circulan potentes vehículos alemanes; simplemente porque apenas resistirían unos pocos meses circulando por sus catastróficas carreteras. Todavía la imagen típica del vehículo es el pequeño carro de tipo “medio ataúd” tirado por un caballejo más espabilado que un gitano en un súper-mercado. El extranjero que acceda al lugar en un día de lluvia o de niebla creerá que se ha metido de lleno en el rodaje de una película de terror, y si es en pleno verano, experimentará con sofoco lo que es sudar la gota gorda.

Sus habitantes son huidizos y desconfiados, por lo menos al principio. Luego, cuando quedan convencidos de que el extraño no representa ningún riesgo, y cuando el vodka o el criminal aguardiente que beben suelta las lenguas y las conciencias, no se diferencian mucho de cualquier campesino castellano del siglo pasado.

Ahora que conocemos el escenario, vamos a conocer el guión y a los protagonistas.

El 24 de diciembre de 2003, el anciano Petre Toma falleció a causa de un cáncer, según aparece reflejado en el informe médico y en el certificado de defunción. Según algunos de sus paisanos el óbito se produjo a causa de los lingotazos de vodka y aguardiente acumulados a lo largo de su vida; y según otros, se murió porque era viejo y esa es la ley de la naturaleza: Se nace, se trabaja , se pagan impuestos, se crece, se pagan impuestos, nos hartamos de sufrir y entregamos el petate, por supuesto pagando el impuesto reglamentario.

Salvo, que esas navidades quedarían marcadas en el recuerdo para sus familiares y amigos, nada de extraño tenía la muerte del buenazo de Petre Toma.

Producido el óbito, comenzaron de inmediato a preparar al difunto para su viaje a la eternidad. Todo encajaba en el clásico ritual de la muerte. Junto al lecho mortuorio el sacerdote cristiano ortodoxo inicia las letanías clásicas de su repertorio y los familiares cumplen con las tradiciones fúnebres marcadas por la tradición balcánica. Atan con una cinta roja los pies del difunto durante los tres días posteriores al óbito, momento a partir del cual se deshará el nudo, liberando de esa manera al difunto de sus pecados y permitiendo a su alma subir al reino de los justos. Si durante esos tres días alguien rasga, cortara o quemase esa cinta, el espíritu del muerto quedaría para siempre ligado a este mundo, convirtiéndose en un fantasma, en un “no muerto”, en un Strogoi condenado a vagar eternamente por el tenebroso mundo de los vivos. También quedaría su espíritu en este mundo si alguien arrancara alguna de las cuatro agujas que se colocan en las esquinas del ataúd para proteger al muerto de los espíritus que siempre andan al acecho en los cementerios.

Los familiares de Petre realizaron el ritual a conciencia sin que ninguno de los asistentes, incluido el barbudo representante oficial del “Dios ortodoxo” de la aldea, se extrañase o pusiera alguna pega. Al fin y al cabo ese ritual se venía realizando desde muchos siglos atrás de forma automática. Nadie se preocupa por erradicar unas costumbres llenas de elementos negativos, quizás por el atávico miedo que el ser humano tiene hacía la “negra dama”, o simplemente porque en Moratinu de Sus casi todo el mundo confunde supercherías con religión y artículos de fe.

Llegado el día del entierro nada raro alteró el normal desarrollo del evento. Nadie cortó la cinta que ataba los pies del anciano, ni nadie tocó las agujas centinelas de su alma. Petre quedó enterrado como mandan los cánones en el Campo Santo del lugar. Se oró por la salvación de su alma. Le lloraron sus seres queridos y sus amigotes de toda la vida, tras tomarse un chupito de Vodka en memoria del finado, regresaron a sus casas semiocultas por el maizal.

Hasta aquí todo normal. Pero el asunto comenzó a torcerse a los cinco días del entierro.

Mirela Marinescu, nuera del difunto, cayó enferma. Vómitos, fiebre, dolores generalizados y un sin fin de raros achaques se habían apoderado de la nuera de Petre. Si esta señora viviese en el paraíso occidental, y hubiese consultado a su médico de cabecera o de familia, todo se hubiera terminado con el clásico virus indeterminado, beber mucha agua, guardar cama durante unos días y poco más; pero Mirela no vivía atada a los cánones de nuestra cultura. De forma casi inmediata recordó la ocasión en que su abuela, ya hacía varias décadas, y su propia madre, le contó cierta historia sobre muertos que son capaces de abandonar sus tumbas por las noches y acceden a las casas de sus familiares para, llamando la atención sobre su estado, destrozar la salud de sus deudos o de sus animales domésticos. La cultura popular de los pueblos perdidos de Europa tiene otra forma distinta de entender la vida y la muerte, perpetuada de generación en generación, sin que los libros en las escuelas, los políticos o los sacerdotes se interpongan en su difusión.

Así que el asunto estaba claro; sobre todo cuando Mirela Marinescu comenzó a contar a sus allegados que por las noches veía la cara de Petre y que este entraba en su habitación, y con una boca ensangrentada le lamía la cara. Después, cuando Mirela despertaba anegada en sudor, las alucinaciones no desaparecían. Escuchaba pasos en el piso inferior y las maderas de la escalera crujían de manera siniestra, haciendo resurgir en su mente la imagen de aquella abuela sentada frente a la lumbre contándole como un familiar muerto, cuando no puede desligarse de las ataduras de este mundo, recurre de tan singular manera a sus parientes vivos para demandar ayuda. Lo curioso es que no pide ayuda de la forma habitual tal y como nosotros lo entendemos o como, mediatizados por la literatura y Hollywood, lo hacen los vampiros “normales”. En este caso no hay golpes, vasos que vuelan y se rompen, muebles que se mueven, personas inocentes ajenas al no muerto que se ven inmersas en un mudo sobrenatural de los vampiros. En las tradiciones balcánicas el difunto se dirige a sus familiares minándoles la salud, incluso llegando a producirles la muerte a través de una o varias enfermedades.

Así que Mirela Marinescu cada vez estaba más convencida de que era el espíritu de Petre Toma el que le causaba todos aquellos síntomas para llamar la atención y pedir que le liberasen de este mundo. Sobre todo, si cuando despertaba en plena noche de sus tétricas visiones escuchaba el escalofriante aullido de algún perro de la aldea.

Si analizamos la historia contada hasta ahora, no encontraremos nada extraordinario. El hecho de tener un bajón en la salud, incluso cierto grado de alucinaciones relacionadas con el ser querido, es relativamente habitual. Los sicólogos están acostumbrados a atender pacientes que acuden a sus consultas afirmando haber hablado con el ser querido o haberlo visto deambular por la casa. Curiosamente existe un estudio en España donde las estadísticas demuestran que siete de cada diez viudas afirman haber percibido, durante las jornadas posteriores al entierro, a sus maridos paseando por el dormitorio; no así en los viudos, en que el porcentaje apenas alcanza el 20%. Claro está que en las aldeas rumanas el tratamiento psicológico se aplica a base de lingotazos de vodka; mucho más efectivo y, sobre todo, mucho más barato.

Convencidos los familiares de Petre de que era su espíritu el que estaba causando los problemas, se pusieron a repasar todo el ritual funerario tratando de encontrar donde habían podido fallar para crear aquel desaguisado. ¿Se habría olvidado al cura ortodoxo alguna oración? ¿Pudo alguien modificar la cinta que ataba sus pies o las agujas que protegían su alma? ¿Tendría alguno de los presentes alguna inquina inconfesable contra Petre? No dieron con la clave; así que, tras admitir que la memoria le puede fallar a cualquiera, comenzaron a preparar el plan operativo para aplicar la destrigoización y liberar al vampiro de sus ataduras y, que de paso, les dejase a ellos en paz de una puñetera vez.

Unos abogaron por un ritual, según el cual, era necesario quemar el corazón del difunto. Otros aseguraron que era imprescindible cortar el cuerpo en dos pedazos. Otros, los menos, recordaron como imprescindible el clavar una aguja de coser en el pecho del vampiro. Cada uno aportó su parte de ritual recordada; así que, para asegurarse la efectividad y hacerlo de manera democrática, decidieron aplicar al pobre Petre toda la parafernalia. Luego se retiraron a sus casas, en medio de una noche lluviosa y fría, mirando a su alrededor con temor. Se dice que aquella noche se escucharon gritos en las solitarias calles de Marotinu. Otros aseguran que no escucharon nada en absoluto y alegan que en aquel pueblo, todo el mundo, casi sin excepción, ha perdido algún tornillo.

La intentona para liberar de este perro mundo al espíritu de Petre se efectuó en la madrugada del 8 de enero de 2004. Un comando formado por seis ciudadanos de Morotinu, encabezado por el cuñado del presunto vampiro, Gheorghe Marinescu, tras meterse entre pecho y espalda medio litro del matarratas asqueroso que tienen por agua-ardiente, y armarse de azadones, horquillas y linternas, se dirigió resueltamente camino del cercano cementerio, tras rechazar con un par de sopapos a la alegre chiquillería que se había añadido al grupo y no se quería perder ningún detalle.

Desde las ventanas, los rostros semiocultos de las mujeres de Morotinu espiaban los movimientos de los valientes vecinos, mientras las más ancianas rezaban letanía tras letanía pidiendo protección a todos los santos de la corte celestial ortodoxa. Algún que otro vecino recordó que tenía que hacer algo ineludible en la aldea vecina y no se le vió en todo el día.

Unos minutos después, en medio de un sepulcral silencio se dejó oír el estridente chirrido de la verja del cementerio.

Dos horas estuvieron cavando en la todavía no compactada tierra hasta que el azadón de Gheorghe Marinescu topó con la madera del féretro.

Antes de decidirse a levantar la tapa del ataúd, dos de los presentes tuvieron que recurrir a un buen trago de una botella de vodka que asomaba impúdicamente del bolsillo de la chaqueta de uno de los valientes libertadores. El momento clave había llegado.

Con sumo cuidado Gheorghe Marinescu levantó la tapa, y seis pares de ojos inmensamente abiertos juran y perjuran que el cadáver del viejo Petre no estaba en la posición en que fue enterrado. Estaba de costado. La cabeza vuelta dirigiendo la mirada de su único ojo abierto a los asustados libertadores, y los inmaculados zapatos con que había sido enterrado, aparecían cubiertos de barro.

La desbandada fue inmediata. Abandonando al inquilino en su pequeña “parcela”, y tras dejar abandonadas las herramientas y linternas junto a la abierta tumba, no tardaron ni seis segundos en llegar a sus casas y ocultarse en los rincones más insospechados de sus hogares.

Por supuesto, aquel día cesó toda actividad en Morotinu de Sus; sólo un labrador despistado recorrió sus calles de regreso, según él, de las faenas del campo, y tuvo la mala suerte de toparse con el vampiro, que le preguntó si sabía lo cobardemente que se habían comportado sus paisanos. El labrador, recordando aquello de que a las mujeres, a los borrachos, a los locos y a los vampiros no hay que llevarles la contraria, se limitó a contestar, que parecía que hacía fresco aquella tarde, y aceleró su paso para esconderse en el fondo del pesebre para las cabras. Aquella noche Mirela Marinescu volvió a soportar la presencia del vampiro que atronó la aldea con risotadas y criticas despectivas hacía los seis valientes que deberían haber sabido liberar su alma.

Ese fue el error del vampiro Petre Toma. Nadie se ríe impunemente de los maridos de las rumanas, a excepción, claro está, de sus propias esposas. Así que cuando a la mañana siguiente Mirela Marinescu contó que el vampiro se coló nuevamente en su habitación riéndose de la falta de coraje de los hombres de la aldea, las mujeres sacaron de sus escondites a los seis paisanos, les dieron a beber vodka (esta vez un litro por cabeza), y cuando advirtieron que el alcohol comenzaba a hacer efecto, ellas mismas les facilitaron las herramientas y los pusieron en la puerta con la advertencia de que no volverían a pasar ese umbral si no terminaban correctamente con su misión.

Los hombres se encaminaron con decisión en dirección al cementerio, y tras volver a disolver a bofetones a la chusma infantil que nuevamente se les había añadido (los jóvenes no aprenden nunca), se plantaron ante la tumba abierta el día anterior.

De nuevo fue Gheorghe Marinescu quien toma la iniciativa, y esta vez hunde con fuerza la horquilla sobre el pecho del finado.

“No fue fácil, cuenta Gheorghe. Tuve que hacer mucha fuerza para traspasarle; incluso me tuve que ayudar con el pie, pero conseguí quebrarle las costillas. Luego saqué el corazón y lo pinché como una albóndiga”.

No terminó aquí el rito de destrigoización. Una vez arrancado el corazón los libertadores hicieron un descanso y se trincaron otra botella de vodka cada uno para celebrar el éxito conseguido. Luego hicieron un gran fuego en un cruce de caminos y echaron el órgano a las llamas. Poco tardó el corazón en carbonizarse y convertirse en cenizas. Ya solo faltaba espolvorear las cenizas en un recipiente con agua y darlo a beber a toda la gente de la aldea (esta vez los muchachos estaban incluidos).

Todo había acabado felizmente. Los vecinos de Marotinu de Sus habían cumplido con su obligación a pesar de la “espantá” inicial, las mujeres e habían tragado su desplante, la chavalería había participado en la “fiesta”, Mirela había sanado y Petre había salido disparado a enfrentarse con el juicio final. Las cosas volvían a su naturaleza y la vida en Marotinu de Sus seguía su historia con los únicos problemas que habitualmente se dan en el mundo de los vivos. Todo parecía perfecto hasta que entró en escena Florea Cotorán, hija del difunto, residente desde hacía bastante tiempo en Craiova, y por lo tanto, ajena al pitote montado en su aldea natal en torno a la muerte de su padre.

Cuando Florea tuvo conocimiento de la sarracina montada por sus paisanos, y en particular por sus parientes políticos, montó en cólera y en menos que tarda en desaparecer un caramelo en la puerta de un colegio, se presentó en Marotinu de Sus. Apenas tuvo delante al sorprendido Gheorghe Marinescu, le sacudió un sopapo que le sacó de manera inmediata de la resaca del día anterior. Después anunció la intención de denunciar los hechos a las autoridades competentes.

Por supuesto que trataron de convencerla de la obligación moral que tenían de haber realizado el ritual ¿acaso aprobaba que su padre quedase atado al mundo de los vivos para toda la eternidad? ¿Qué otra cosa podían hacer? No hubo manera de convencerla; Florea continuaba decidida a liarla judicialmente.

Las criticas hacía la urbanita no tardaron en extenderse por la aldea. ¡Claro! Una mujer que ya no hace caso ni recuerda lo que la enseñaron sus mayores. Una mujer contaminada por el progreso capitalista y consumista. ¿Cómo iba a entender el acto de caridad que se habían visto obligados a realizar?

Pocos meses después comenzaba un proceso contra los seis hombres que participaron directamente en el vampiresco circo, y que no llegaban a entender, o al menos no compartían los motivos de su detención.

Durante el proceso la prensa nacional, y la internacional en menor medida, se hicieron eco del suceso. El profesor Constantin Balaceanu-Stolnici, último descendiente de Vlad-tepes, alcanzó gran notoriedad y aumentó sus ganancias, debido a la gran cantidad de conferencias que tuvo que prodigar. Como siempre, la prensa sensacionalista se inventó una historia paralela en la que, poco más o menos, en Marotinu de Sus los habitantes vestían todos con la típica capa que aparece en la iconografía de Drácula y andaban revoloteando todas las noches por los tejados de la aldea. Pero las alarmas sonaron a los pocos días del comienzo del juicio; justamente cuando Florea Cotorán, hija del difunto Petre Toma, subió al estrado para declarar que no había denunciado a sus familiares por profanar la tumba, acción con la que estaba de acuerdo, sino por haber practicado un ritual con el que no estaba de acuerdo. En los juzgados no daban crédito a sus oídos. Aquella mujer jamás dudó de que su padre se hubiera convertido en un strigoi, ni tampoco dudaba de las febriles alucinaciones de Mirela; el problema estaba en que el ritual de liberación que ella había aprendido de la madre del propio Petre Toma, no incluía parte del ritual que los seis aldeanos habían empleado con el difunto, y por tanto, consideraba que su padre seguía anclado al mundo de los vivos, y ella no podía realizar “su” ritual al haber arrancado y quemado el corazón de su padre.

Esto es lo que tienen las leyendas transmitidas oralmente: se distorsionan, evolucionan, se entremezclan con otras tradiciones y se convierten en otra cosa con el paso del tiempo.

El tribunal comprendió las circunstancias particulares que concurrían en el caso y condenó levemente a los seis “libertadores”. Rumania es un país en auge y no puede permitir que tradiciones de este tipo empañen o distorsionen su imagen internacional; aunque para rematar la faena un componente del tribunal indicó que ambas partes estaban equivocadas, ya que, según la tradición ortodoxa, las almas de los difuntos tardan cuarenta días en subir a la presencia del Ser Supremo; lo mismo que tardó Jesucristo en ascender a los cielos tras su crucifixión y muerte; así que el ritual efectuado no podía hacerse hasta transcurridos esos cuarenta días, que es cuando un muerto puede convertirse en un strigoi.

Hay quien afirma que uno de los asistentes al juicio; justo el vejete que se sentaba al final del todo, a la derecha, en una de las esquinas de la sala y que portaba un abrigo desarrapado y enorme. Justo aquel que, de vez en cuando, sacaba una petaca de licor y se daba un “homenaje”, era el mismísimo Petre Toma. También asegura el interpelado, que durante el juicio no dejó de sonreír enseñando impúdicamente el único diente que se dibujaba en su boca.

 

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