La gabardina

Eugenio era de ese tipo de personas que se hacia querer por todos. Era alegre, extrovertido, de buen corazón y parlanchín infatigable. Su sola presencia era capaz de alegrar el más triste de los funerales. Le ocurrían cosas inverosímiles, y por muy malas que fuesen, el siempre las encontraba el lado bueno y cómico, no importándole publicarlas a los cuatro vientos, incluso a sabiendas que llegarían al oído de su único enemigo, a quien el apodaba, por el miedo que le inspiraba “La Pantera”, que no era otra que su suegra, con quien tenia la desgracia de compartir el hogar.

Aquella mañana, Eugenio desayunaba a conciencia. Petra, su mujer, conociendo la actitud inquisitorial de su madre, cuidaba con mimo especial a su marido. Era la única manera de compensarle las mil y una trapacerías que el pobre hombre tenia que sufrir de la endiablada suegra. El tazón de leche estaba colmado de migas de pan y bien cargado de azúcar, luego le esperaba una enorme tajada de chorizo que chisporroteaba en la sartén esparciendo su olor por toda la cocina, y ¡por supuesto!, no olvidaría el “chupito” de aguardiente gallego, indispensable para matar el gusanillo.

Nuestro protagonista era el encargado de recoger el correo en la estación de ferrocarril de un pueblo cercano y después repartirlo entre sus vecinos; tarea que realizaba todos los días laborables del año, hiciese frío o calor, con lluvia o con sol, con penas o sin ellas.

A Eugenio le gustaba este trabajo, bien era cierto que los cinco kilómetros de ida y los otros cinco de vuelta en días de crudo invierno se hacían muy duros, pero tenía algunas cosas que le compensaba de este sacrificio. En primer lugar le permitía alejarse durante parte del día del ambiente inquisitorial a que le sometía “La Pantera”, le ahorraba el tener que realizar las chapuzas de casa, que indistintamente estuvieran bien o mal hechas, siempre tenían que soportar las criticas de su querida suegra, y sobre todo le permitían desarrollar su actividad preferida, que no era otra que la tertulia en cualquiera de las tabernas de las que era asiduo parroquiano.

A todo lo anterior, había que añadir, que una vez regresado al pueblo, y al tener que repartir el correo, le permitía “visualizar” alguna que otra viuda de buen ver de las que tenía por convecinas, a las que a falta de correo, las inundaba de cualquier folleto de propaganda de los que caían en sus manos, con el único fin de tirarles los tejos, sin darse cuenta de que era el quien servia de distracción y de regodeo de las ilustres matronas.

Para la realización de tan importante tarea, Eugenio contaba con la ayuda inestimable de “Faraón” y “Tuso”.

“Faraón” era un borriquillo pequeño que, a fuerza de la costumbre, era capaz de, una vez abandonada la estafeta de correos, recorrer todas las tabernas del pueblo, parándose a la puerta sin necesidad de que se lo ordenase su amo. Empezaba por la tasca del Serafín y terminaba por la casa de la Socorro.

“Tuso” era un chucho “medio podenquillo y medio sabuesillo”, es decir, ese tipo de perros resultado de cientos de cruces de razas, pero que salen inteligentísimos y duros como una piedra. Eugenio le llamó “Tuso” por ser esa la voz que por aquellos lugares usan para echar a los perros cuando no se quiere que molesten. Por esta circunstancia, se vanagloriaba que su perro era el único en el mundo que acudía cuando los demás salían disparados y con el rabo entre las patas.

Aquella mañana, Eugenio, terminó el desayuno, cogió la enorme cartera destinada al transporte del correo y entró en la cuadra para preparar a “Faraón”.

Trabajaba con rapidez tratando de evitar el contacto con “La Pantera”, que aquella mañana todavía no había hecho acto de presencia. Salió del establo, y allí estaba “Tuso” moviendo el rabo y dando brincos de alegría ante la perspectiva del viaje. Eugenio se subió a una piedra, y pasando la pierna izquierda por encima del lomo del borriquillo se dispuso a partir. En aquel momento, le llegó la voz de su querida suegra:

- ¡Donde vas esperpento ¡- Le gritó desde la ventana.

- Llevate la gabardina, que es la única manera de disimular el cuerpo serrano que Dios te ha dado – le dijo mientras la gabardina aterrizaba con fuerza en el rostro de Eugenio.

- A ver a que hora vienes, y ten cuidado con la gabardina, que es nueva y buenos cuartos ha costado ¡so merluzo!

Eugenio levantó la vista hacia la ventana forzando una media sonrisa, al tiempo que pensaba que su suegra tenía que haber nacido en tiempos de Herodes.

Sin esperar ni un segundo mas, apremió a “Faraón” y salió disparado calle arriba, mientras en lo alto de la ventana todavía se escuchaba a su suegra gritar y gesticular lanzando improperios al pobre hombre.

El camino se le hizo corto, y cuando se quiso dar cuenta ya tenía a la vista la estación de ferrocarril y el caserón de correos.

Con diligencia, ya que la correspondencia era poca, recogió las cartas y documentos que habían llegado aquel día, las ordenó según el itinerario que tenía previsto realizar una vez regresado a su pueblo, y con una sonrisa a flor de piel salió del edificio, montó en “Faraón” y le dijo –To tieso “Faraón”-.

El borriquillo emprendió el camino con un paso alegre que cesó en el momento que llegaron a la puerta de Casa Serafín. Eugenio descendió del animal y sin dudarlo un momento entró en la taberna donde media docena de parroquianos pasaban el rato entre naipes y frascas de tintorro, siendo recibido con evidentes muestras de alegría.

Media docena de veces se repitió la misma escena, aunque en la última taberna que Eugenio visitó, le tuvieron que ayudar a orientarse para encontrar la salida. Se subió a una piedra e intentó encaramarse al pollino por el lado derecho, al no poder hacerlo, lo intentó por el lado izquierdo dando la vuelta al paciente animal; pero todos los intentos fueron inútiles. Al final optó por ponerse la gabardina arrear a burro y marchar el detrás. Aunque no veía con claridad, mientras el bulto del borrico lo tuviese delante no perdería el camino.

Así estuvo andando un buen rato, canturreando y admirando el paisaje, aunque aquel día los montes se movían más que lo acostumbrado y daba la casualidad de que los pájaros volaban ese día por parejas. Había alcanzado la mitad del recorrido de regreso, cuando comenzó a sentir calor debido a la caminata y a la calefacción central que inundaba su cuerpo y optó por desprenderse de la engorrosa gabardina, además era un estorbo para andar. La estiró cuidadosamente sobre el lomo de “Faraón” y continuó su alegre marcha.

No habían pasado diez minutos cuando algo se le enredó entre las piernas. Se paró y observó que a sus pies tirada en medio del camino había una gabardina nuevecita. La recogió y la puso sobre el borriquillo, que indefectiblemente se había parado cuando su amo se detuvo para observar el regalo que la casualidad le brindaba.

Trescientos metros mas adelante, una nueva gabardina apareció ante los sorprendidos ojos de Eugenio.- ¡Ostras ¡vaya día que llevo. Ya van dos gabardinas que me encuentro. Hoy si que “La Pantera” se va ha tener que morder la lengua, haber si con un poco de suerte se envenena ella sola.

Echó la gabardina nuevamente sobre el borrico y continuó su marcha mas alegre si cabe.

Esta misma escena se repitió hasta cinco veces. Hasta que la ultima vez, Eugenio cogió la gabardina y volteándola por encima de su cabeza, la tiró fuera del camino.- ¿Pa que quiero yo tantas gabardinas?- dijo mientras pegaba un puntapié a la gabardina haciéndola volar hasta unas zarzas.- Con las gabardinas que tengo ya puedo hacer cerrar la boca a esa víbora que tengo por suegra; y además, Petra seguro que se alegrará. Por otro lado ¿dónde leches iba a guardar yo tantas gabardinas? -

Continuó el buen hombre andando durante una hora más y, por supuesto, en el transcurso de ese tiempo no volvió a encontrarse ninguna otra gabardina.

Tocaban las campanas de la torre las tres de la tarde, cuando Eugenio hacia su entrada triunfal en el corral de su casa.

- ¡Petra, asómate!. Mira cuantas gabardinas me he encontrado por el camino- Voceó Eugenio.

No fue Petra la que se asomó , ya que en esos momentos no se encontraba en casa. Fue “La Pantera”, quien tras una rápida mirada, inmediatamente comprendió lo que había sucedido.

-¿Gabardinas?. ¡So memo!, ¿Donde has dejado la gabardina? -

Eugenio miraba incrédulo a su suegra mientras la respondía.

-¿Te parecen pocas cinco gabardinas que traigo?-

La suegra agarró un escobetón de raíces de los que usaban para limpiar la cuadra, y se lanzó contra su yerno al tiempo que le ponía verde de improperios.

Fue la única vez que “Tuso” cuando su amo lo llamó para que le defendiera de las iras de su suegra, no acudió. El animal barruntó que si se acercaba corría peligro su integridad física y salió disparado calle arriba con el rabo entre las piernas, seguido de cerca por Eugenio que, todavía no se explicaba, porqué le atizaba así aquella mujer.

Era ya noche cerrada, cuando Petra que había salido con un farolillo a buscar a su marido, preguntó al señor Agapito que venia de encerrar las vacas en un apartadero cercano al pueblo.

-Señor Agapito, ¿ha visto usted por casualidad a mi Eugenio por el camino?-

-Verle, lo que es verle, pues no. Pero oírle ya se le oía bien vocear a la altura del crucero, camino de la estación, diciendo: ¡No vuelvo a ponerme una puta gabardina en toda mi vida!, ¡¡redíos!!

 

Madrid, febrero de 2006

Arevacoss