La morena

Aprovechando las últimas horas de la tarde, cuando el agobiante calor del mes de agosto decae y la fresca brisa serrana comienza a circular entre las viejas casas del pueblo, dirijo mis pasos hacia el altozano donde se encuentran las antiguas eras.

Están vacías. El caño alargado que años atrás saciaba la sed de tantos animales, está seco; una maraña de zarzas y cardos casi lo cubre por completo.

Miro a mí alrededor y me envuelve el silencio. Solo el agudo piar de las golondrinas llena el espacio.

Cansado por la subida de la cuesta descanso mis piernas sentándome en una piedra de las que tanto abundan por estos lugares. Pongo mano sobre mano en el extremo del bastón y apoyo la barbilla sobre ellas.

Inconscientemente mis recuerdos retroceden en el tiempo y me transportan a los veranos de mi infancia, llenando las eras del griterío de chiquillos que saltan y corretean entre las parvas.

Me veo con mis hermanos acompañados de todo un regimiento de mocosos que son nuestros vecinos. Nos perseguimos dando grandes voces, con espadas y fusiles de madera, camuflándonos entre las hacinas de trigo, y preparando grandes parapetos con los haces, creando en las eras el escenario de un gran campo de batalla. Rara era la vez que no salía algún herido de verdad, aunque fuese de poca consideración.

Veo a los hombres secándose el sudor y refrescándose la garganta con el agua de un botijo puesto a la sombra.

¡Que grandes y que fuerte los encontraba entonces!

Entre el griterío de la tropa sobresale una voz que identifico como la de mi madre que, como siempre, para llamar a uno de nosotros tiene que nombrar a todos los hermanos.

¡Pedro-Goyo-Ramón-Lucianooooo ¡

Luciano, que adivina por el tono de voz de madre, que no le llaman para algo bueno precisamente, abandona la defensa de su parapeto y emprende cobarde huida hacia casa, cruzando veloz entre las huestes enemigas con la esperanza de encontrar refugio entre los cachivaches de la cuadra, esperando que cuanto antes pase “el nublao”.

Con una sonrisa en los labios dejo que la mirada quede fija en la calleja verdeada de ortigas que desemboca en mi hogar infantil.

Una fuerza misteriosa me arrastra, y sin saber como, inicio el descenso hasta que frente a mi se abre un espacio enmarcado por zarzas y hiedras que escalando por las piedras sirven de sudario a las ruinas de mi vieja casa.

Cierro los ojos y trato de reconocer el agrio olor que entonces despedían las cuadras que se ubicaban a la entrada de la casa.

“Miaja” y “Tremendo”, nuestros borriquillos, pacen tranquilos atados a la herradura encastrada en la pared, esperando pacientemente que padre los (envare) al carro.

Como una centella, atraviesa el patio “La Perrusca”, y dando brincos y meneando el rabo me saluda a su manera el fiel animal.

-¡Si el tiempo pudiera detenerse ¡-

Abro los ojos y un abanico de recuerdos acuden a mi mente. Allí están el grupo de vecinas que regularmente se reunían con madre a la sombra de la acacia que años atrás había plantado el abuelo. Trataban de arreglar cosas que ya no tenían arreglo, inundando el patio de un rumor musical con su parlancheo.

Las miro una a una. La señora Pilar, la señora Brígida, la Correa, que así la llamaban por ser la mujer del cartero. Están todas; y allí, en el fondo, junto a la pequeña pila de fregar los cantaros, destaca la alargada figura de “La Morena “.

Alta, delgada, con una tez oscura y surcada de arrugas; con unos ojos pequeños que cuando te miraban parecía que te taladraban el alma. Mas de un mozo había cobrado la lucidez en medio de la borrachera con solo una mirada de “La Morena “

De ella, se contaban por el pueblo diferentes historias y misterios. Entre ellos, que había muerto en dos ocasiones, y que otras tantas había vuelto a la vida.- ¡Claro está ¡ esto no se hablaba nunca en su presencia.

“La Morena” era la única mujer del pueblo que no acudía jamás a misa, pero a pesar de todo, se sabia que tenia por costumbre rezar sus oraciones sin acudir a la iglesia.

Muchas veces se la veía merodeando el Cementerio, o sentada junto a las tumbas con la mirada perdida y el gesto de estar alejada del mundo.

Caminaba dando grandes zancadas. Vestía de negro eternamente, desde los zapatos hasta el pañuelo que le cubría la cabeza.

Se decía de ella que en su juventud había engendrado un hijo de su propio padre; que había nacido muerto y con algún defecto, por lo que Dios la había castigado. También se decía que lo había enterrado ella misma detrás de una roca y de esto se alimentaba su constante tristeza.

Se decía que había escapado de las llamas de un incendio porque el fuego no quería tratos con ella.

Se decía que los lobos la temían huyendo de ella al detectar su olor.

Se decía que en una ocasión había caído a un pozo y el agua creció por las paredes devolviéndola a este mundo.

Se decía que las culebras y las víboras se dormían enroscadas a sus pies.

Se decía que jamás probaba el ajo ni la leche, y que su plato favorito era el jabalí.

Se decía que las brujas más viejas del mundo acudían todas las noches a su casa para pedirle consejos.

Se decían tantas cosas de aquella mujer.

Dos veces en mi vida estuve en su casa, y ambas visitas dejaron honda huella en mi memoria.

La primera vez que entré en casa de “La Morena”, apenas tendría yo siete u ocho años. Era una una hermosa y soleada tarde de verano. Madre me había mandado a la tienda de ultramarinos a comprar una onza de chocolate, mientras, junto con la abuela, terminaban la colada y dejaban el césped del patio sembrado de blancas sabanas.

Como era normal a esa edad, aprovechaba cualquier escapada para jugar con el resto de muchachos a cualquier cosa, dándose el caso, más de una vez, de olvidar el encargo y volver a casa diciendo simplemente que lo encargado no lo tenían en la tienda.

Aquel día elegí una cometa que pensaba hacer volar cundo me hubiese comido alguna porción del chocolate.

Me dirigí dando saltos hacia la tienda, cuando al pasar junto a la casa de “La Morena”, ella estaba asomada a una ventana. Me paré en seco. Sus pequeños ojos los tenía fijados en mí, mirándome y sin sonreír. Haciendo un brusco gesto con la cabeza, y sin dejar de mirarme, me indicó que me acercara.

Atando la cuerda de la cometa a mi cintura, acudí sin prisa a la llamada de la mujer.

Yo nunca había hablado a solas con ella; siempre que lo había hecho estaba presente mi madre, y el dialogo no había pasado del típico ¿Cómo te llamas? y ¿Cuántos años tienes?

Salio hasta la puerta, y con otro gesto me invitó a pasar, cosa que hice sin ningún tipo de aprehensión. Por aquel entonces yo no tenía miedo a nada ni a nadie.

La casa de “La Morena” me pareció un poco rara. Estaba con todas las persianas bajadas, envolviendo a la estancia en una fresca penumbra. El suelo de piedra se adivinaba limpio y en el aire identifiqué el mismo olor que impregnaba sus ropas.

Me dijo pausadamente que me sentara indicándome un taburete y una vieja mesa. Lo hice y, sin preámbulos, le pedí un vaso de agua. Giró sobre si misma, y al poco rato apareció con una jarra y un vaso de agua lleno hasta el borde. Lo dejó encima de la mesa y se sentó al otro lado sin dejar de mirarme.

Apuré el vaso de agua, y cuando lo dejé junto a la jarra me dijo.- Pregúntame lo que quieras-

Yo, que sentía una gran curiosidad por todo lo relacionado con aquella mujer, no lo dudé y le pregunté a bocajarro.

- ¿Es vedad que no te puedes morir? -

- ¿Y tu que opinas? - Me respondió.

- Yo creo que es cierto - respondí mientras aguantaba su mirada.

- ¿Y porqué lo crees así? Interrogó la mujer.

- Pues porque me agrada creerlo así – le contesté sonriendo.

“La Morena” movía la cabeza asintiendo, y sin apartar su mirada, me contestó que era cierto, que ella no moriría nunca, y que yo tampoco moriría.

Al escuchar aquellas palabras, y a pesar de la corta edad, sentí un gran desasosiego que, supongo, ella percibió, y levantándose satisfecha me abrió la puerta de la calle apartándose a un lado para dejarme salir.

Me levanté del taburete, y al llegar a su altura, le di las gracias por el vaso de agua y le dije adiós.

A los cinco minutos, y ya con la onza de chocolate en mi poder no me acordaba para nada de “La Morena”.

La tarde declinaba. Abandonando las ruinas de lo que había sido la casa de mi infancia, me encaminé pausadamente hacia la plaza del pueblo, mientras admiraba en el horizonte el prodigio natural de colores que creaba la puesta de sol entre los cercanos montes.

Sabía que mi camino hasta la plaza me llevaría sin remedio a encontrarme con la casa de “La Morena”. Trataba de liberarme de aquel recuerdo poniendo atención en cualquier cosa de lo que me rodeaba; pero fue imposible. Al llegar junto a la vieja casona me quedé clavado.

Estaba prácticamente igual a la casa que aparecía en mis recuerdos. Ahora todo estaba cerrado. En la fachada había grandes desconchones de cal, que dejaban a la vista las piedras de mampostería, las maderas de la puerta de cuarterón y las ventanas habían perdido su color habitual apareciendo grises y carcomidas.

Nuevamente desfilaron por mi mente los recuerdos.

Yo me había convertido en un joven que, como tantos otros de aquellos años, había tenido que dejar la tierra natal para buscar trabajo en la capital.

Todos los veranos acudía al pueblo y ayudaba en lo que podía a mis padres. Muchas tardes al regresar de la faena, padre y yo, sorprendíamos al grupo de mujeres a la sombra del árbol enzarzadas en alguna tertulia mientras atendían sus labores, y entre ellas aquella mujer que parecía que había hecho un pacto con el diablo. Mientras que a los demás el paso del tiempo iba dejando sus huellas, ella, “La Morena”, se conservaba exactamente igual. La misma cara, las mismas zancadas, los mismos gestos, la misma ropa y la misma mirada.

Uno de aquellos veranos, al llegar de vacaciones al pueblo, y mientras mis hermanos me hacían mil preguntas sobre la ciudad, madre me soltó de sopetón.

- ¿Sabes que “La Morena” esta muy mala? –

- Me quedé sorprendido.

- ¿Qué la pasa?- Pregunté.

- Ni siquiera D. Mariano, el medico, lo sabe. El dice que no la encuentra ningún problema. Simplemente un día se metió en la cama, y desde entonces no se ha levantado – Me respondió madre.

Apenas dejé mis bártulos en la habitación, me dirigí a visitar a la pobre mujer.

Al llegar a su casa me recibió una mujer joven a quien yo no conocía. Era una sobrina que habitaba en un pueblo cercano y que, ante la indisposición de su tía, había acudido para atenderla y cuidarla. La mujer me explicó que su tía estaba muy mala.

Aquella fue la segunda y última vez que entré en casa de “La Morena”.

Pasamos al interior. La sobrina accionó el interruptor de la luz eléctrica. Miró a su tía durante unos segundos, y sin decir nada, abandonó la sala dejándome a solas con la mujer.

Me acerque a la anciana, posé mi mano en su hombro con animo de despertarla. No reaccionó. Insistí nuevamente sin ningún resultado. Ante la sospecha, cogí con suavidad una de sus muñecas y traté de encontrarle el pulso. Su corazón no latía.

La mujer que no podía morir estaba fría.

Me alejé de la cama sin poder apartar la vista de la anciana, esperando que se volviese a obrar el milagro que tantas veces había escuchado.

En esos instantes entró en la sala la sobrina, miró a su tía y luego volvió su mirada hacia mí, como si esperara una explicación.

- Ha muerto – Le dije.

La sobrina bajó la cabeza y abandonó en silencio nuevamente la estancia.

Abrí la ventana, y al volver la cabeza, vi la mano derecha de “La Morena” moverse en actitud de despedida; como queriendo agradecer mi última visita.

Un rayo de sol iluminó durante unos instantes el rostro de la mujer en el que una dulce sonrisa se dibujaba en sus labios.

Camino de la plaza, las farolas se iban encendiendo.

 

Madrid, febrero de 2006

Arevacoss