«La sambera»

 

Acabé allí una noche de sábado; mejor dicho, una madrugada de sábado. Era un antro bastante pequeño en el que regurgitaban luces rojas y violetas. Me limité a pedir una cañita, y a no demandar explicaciones a mis amigos de por qué me habían llevado allí; sólo me enteré que el nombre del bar estaba relacionado con una ostra o algo marino, no obstante no quise saber más. No hacía más que mirar absorto como al reservado de la derecha entraban parejas y más parejas de lo más variopinto, tanto que parecían salidas de un videoclip de Marcy Gray: ejecutivos trajeados que parecían recién salidos de las manos de una steticien con espindargas anoréxicas con aires de grandeza, enanos con calva e inminente barriguita con muñequitas rubias oxigenadas de risa fácil, culturistas cansados de engrasar sus músculos con fofas actrices porno a las que se les transparentaba el tanga… Supongo que a mí me daría vergüenza pasar por esa alfombra roja de las singularidades, de lo vulgar y normal que soy.

Una mesa se quedó libre, y Santos y los demás se abalanzaron sobre ella como si fuera lo último que iban a hacer en la vida. Santos era el cabecilla del grupo, algo machista y egocéntrico; creo que por aquello del lideradgo su misoginia se amplificaba.

Nos sentamos alrededor de la mesa, y empezamos a conversar sobre la fisiología perfecta al ojo humano de una mulata que con un cuba-libre bailaba al son de la música.

- Parece un ser celestial, pero seguro que es una manipuladota y una arpía -, comentaba Santos, dando después una calada a su cigarro, y quedándose inmóvil como si fuera un mimo en un gesto interesante, tocándose la barbilla con el pulgar.

- Tú siempre tan optimista, Santos -, dije sarcástico y divertido.

Decidí evadirme de tan banal coloquio, y me fijé en un balón de fútbol dispuesto sobre la pared como si de un trofeo se tratase. Parecía que estaba suspendido en el aire, pero sospeché que estaba bien sujeto al tabique. Me levanté para observar de cerca las firmas que llenaban la superficie de cuero del balón…

- Sí, son las firmas del equipo de Brasil… Mi hermano que es el dueño del bar les tenía mucho afecto a los jugadores del club Palmeiras, aunque a partir de que saliera de Sao Paulo, han ido perdiendo el contacto. Están Ronaldo, Roberto Carlos, todos… De su pasada por el Gremio, tengo una camiseta de Gaucho: ¿quieres verla? -, inquirió una chica bajita a mi lado, que floreció de la nada.

- Ehhhhhhhhhhh… ¿Quién? No, no, gracias… Es que yo soy más de water-polo y otros deportes más acuáticos, ¿sabes? -, contesté escurriendo el bulto.

- ¡Ah, perdona! Te he molestado, entonces -.

- No, claro que no. Sólo, estaba mirando el balón por curiosidad. De todas formas… Gracias por ser tan atenta… -.

Así es como empecé a hablar con ella más que nada por compromiso, pero prefería ese tipo de pláticas a las de mis compinches sobre las transparencias que llevaba la pelirroja, o el escote de la morenita rellenita.

Según me informó su diminuta boquita, su nombre era Fabiola, pero sus ojos azules eran mucho más expresivos que ella, y noté como si me hubieran echado un hechizo; y jamás podría separarme ya de esos largos cabellos de olor a jazmín que le llegaban hasta la cintura. El pelo oscuro la moldeaba y le daba un cierto aspecto de hada de cuento, de un guardado misterio que se quería descubrir. Estaba engalanaba con un vestido color añil que le llegaba hasta las rodillas, y calzaba unas sandalias plateadas de tiras con vertiginosos tacones. Era un sueño hecho realidad.

-Me gusta cómo eres -, me confesó la chica, mientras se hacía churrillos con el pelo.

- También me encantó conocerla -.

- Gracias, querría seguir viéndote -.

- ¡Pues a la vista estoy! -, dije provocando la risa de Fabiola.

- En serio… Contigo se puede hablar, y yo necesito a alguien que me escuche. Lo he pasado muy mal -.

- ¿Una preciosidad como tú lo ha pasado mal? -, inquirí.

- Mi hermano me ofreció trabajo de camarera aquí, hice las maletas y me vine. Cuando llegué esto no me gustó y sólo estoy aquí para hacer sustituciones y algún cambio de turno a las chicas, pero me gano la vida dando clases de portugués y francés. Es que en este bar hay cada cretino habitual, es decir, clientes lerdos… -.

- Espera un momento, ¿vale? -.

Dejé a la muchacha con la palabra en la boca con algo de carga en mi conciencia, pero Santos me estaba mirando con cara interrogante, y reconsideré que me debía más a mis amigos de juergas nocturnas, que a una inmigrante con nombre de reina que acababa de conocer.

- ¿Qué tal con esa niña? ¡Qué ya te hemos visto todos! Te la estabas comiendo con los ojos… -, aludió Santos mostrando interés.

- Se llama Fabiola, es brasileña. Sólo conversábamos -.

- Ya, ahora se llama así -, rió.

- De verdad, sólo me estaba contando cómo llego aquí, y que su hermano es el dueño del local -.

- ¡Uy! ¡Si además el chico va a dar braguetazo y todo! -.

- No, basta ya de reírte de mí, Santos -.

- Está bien... Pero tendrías que estar con la brasileira, y no aquí pelando la pava. Eres más inútil... ¡Qué no sabes ni cuando algo merece la pena! -.

- Está bien... Pero tendrías que estar con la brasileira, y no aquí pelando la pava. Eres más inútil... ¡Qué no sabes ni cuando algo merece la pena! -.

- ¡Qué cosas! Ahora me viene a dar consejos el que lo más sentido que le ha dicho a una mujer es que le recordaba a los cruasanes que se suele desayunar, y que era como los polvoroncitos navideños -.

- ¡Oye, qué no fue así! Yo le dije que tenía un cabello precioso, y le recomendé un champú anticaspa porque la vi como un poco nevadita por los hombros -.

- ¡Qué poca sensibilidad! Pues ya en vez de invitarla a un Lugumba, haberla alquilado un camión de arena para que metiera allí sus polvillos cabelludos -.

- No me cambies de tema, que estábamos parlamentando sobre tu Fabiola. Esto que suena, si no me equivoco es una Bossa Nova. Estaría bien que os echarais un bailecito -, planteó Santos a la vez que jugueteaba con el mechero.

De pronto, sentí una mano en la espalda. Era Fabiola. Desplegó un papelito, y me lo dio delicadamente. Luego, me dio dos besos, uno por mejilla, como diría Sabina, y se fue sobre sus firmes piernecillas, mezclándose entre el gentío.

Era la despedida de un ángel. En el papel había nueve números; el primero era el seis…

- Te ha dejado su móvil… ¡Anda, borra esa cara de idiota que se te ha quedado! -, advirtió mi amigo.

Le hice caso, pero no sabía que pensar. Suelen decir que la gente iberoamericana es muy abierta, e incluso muy liberal y que les gusta mucho la juerga y el desvarío. Por muy latino que yo fuera, ni me gustaban los libertinajes, ni el exceso de alegría y el derroche de cariño. No es que yo fuera racista, supongo que yo para ellos soy "un muermo de tío"; a veces, hasta me sorprendo yo llamándome aburrido y canso antisocial.

Una persona así es difícil que esté rodeada de gente; me consideraba un tipo con suerte por tener a Santos y a los demás. Sin embargo no contaba con encontrar a nadie más, y mucho menos a un ser tan maravilloso como Fabiola.

- ¿Será transexual? -.

Santos no me escuchó por el alto volumen de la música, y se repitió preguntándome qué había dicho unas cuantas veces. Agradecí a Dios que no me hubiera oído… Era una de esas cuestiones mentales que te haces, y sin quererlo, las pronuncias en alto.

Noté cómo me había ruborizado, y decidí acabar de un trago la caña, e irme a casa a descansar un poco.

Nadie me reprochó que me fuera tan de repente… Seguro que tampoco es que le importara mucho a ninguno: no era yo exactamente el alma de las fiestas. Santos me acompañó afuera.

- ¡Aiba Santos! ¡Si está amaneciendo ya! -.

- Ya, bueno… Mientras no me digas que vayamos a una colina a contemplarlo -.

- Tienes los ojos rojísimos, Santos -.

- Es que cuando salgo de noche no saco las gafas de sol: el sol y los rayos ultravioletas, ya sabes…-.

- Sí, y la falta de sueño, y tu sangre alcoholizada, digo yo -.

- Es que mis leucocitos, si no les doy lo que piden, hacen huelgas cerebrales. Bueno, entro ya, que éstos se estarán preguntando dónde estoy -.

No esperé a ver cómo entraba. Mi casa estaba cerca, y aunque no me apeteciera andar y me encantaría tumbarme en cualquier banco, arrastré mis pies con ínfima voluntad, y llegué al portal.

A la tercera reconocí la llave, y cerré los ojos; el camino a la cama ya me lo sabía desde allí: cogí el ascensor con los ojos cerrados… Le di al botón del tercero con los ojos cerrados. Salí del elevador con los ojos cerrados. Entré al vestíbulo con los ojos cerrados… Y me tropecé con el gato de mi hermana también con los ojos cerrados…

Salió maullando el pobre animal.

-¡Es culpa suya! Se tumba en cualquier parte: ¡Qué acepté las consecuencias! -, grité al percatarme de la atroz mirada de mi madre que se había levantado hacía sólo un poco.

O estaba todavía dormida, o no tenía ganas de discutir. En ella, era más normal lo primero, porque era una de esas personas a las que el plató de "Crónicas Marcianas" con todos sus contertulios, se le quedaría pequeño, porque no es que disfrutara discutiendo, es que defendía que una conversación sin argumentos y sin pasión no era una conversación, como mucho una parodia de conversación. Probablemente,influiría también el hecho deque los dos aborrecíamos a Nube, el gato de mi hermana; éramos un poquito alérgicos a su pelo, y por eso solíamos dejarle el garaje y el jardín para él, pero esa mañana debía haberse colado en el interior de la casa.

Dicen que la unión hace la fuerza, pero nuestros intentos de echar definitivamente a Nube habían sido contrarrestados por las lágrimas y el chantaje emocional de mi hermanita. No valió la fuerza jerárquica de mi madre, ni las toses que yo fingía agónicas para evitar la instalación del felino.

Mi madre rió al comprobar que no había moros en la costa, es decir, su niña… Y echó a Nube a escobazos. Cómplice, le guiñé un ojo, y fui directamente a mi habitación después de pasar por el baño.

Hacía un calor empalagoso. Me desvestí y me tumbé en la cama. Apagué la lámpara, y pensé que cuando me levantara me tendría que poner a estudiar para los cuatro exámenes de la semana entrante. Me estaba sofocando por momentos, y no hacía más que dar vueltas como si fuera un pollo dorándose en un horno. No podía ser que con lo cansado que estaba, no me pudiera dormir; entonces, empecé a pensar en Fabiola. Con un poco de suerte, seguiría soñando con ella.

Y sí, tuve suerte: en el sueño Fabiola y yo aparecíamos en un sitio muy bucólico, con mucho verde y muchas flores…Era como si ella fuera Heidi y yo Pedro, pero sin tanta inocencia… Todo era idealizado, carismático… Todo estaba iluminado, y yo comía un helado de vainilla y nueces, mientras Fabiola peinaba su largo cabello con un peine de oro. De improviso alguien más apareció en el sueño: era mi profesor de Matemáticas:

- Conteste, joven: ¿Por qué está aquí vagueando? -.

Y claro, yo era consciente de que aquel era mi sueño, y podía hacer lo que se me antojase, así que por una vez la batuta estaba en mis manos. Aunque… Quizá era también el sueño de él, y tendría el poder suficiente como para tratarme igual que si fuera un dibujo animado.

- Usted tenía que estar estudiando para el examen de mañana -.

No sabía si responderle, o callarme y agachar la cabeza. Me giré hacia Fabiola y ya no estaba.

- Si busca a la niña que estaba con usted, acaba de salir bailando en la LOVE PARADE-, manifestó con una estruendorosa carcajada.

Tan estruendorosa y tremenda que me desperté sobresaltado.

¿Era un sueño con significado? ¿Mi subconsciente me estaría alertando de que si anteponía mis exámenes a Fabiola la perdería? Todavía no estaba seguro ni de querer tenerla a mi lado… O peor, ¿Qué Fabiola tenía otras preferencias?   En fin, intuí que el sueño me invitaba a que no me durmiera en los laureles.

Estaba, desde que tuve conocimiento de la brasileña, embarcado en un mar de dudas sobre si llamarla o no, pero después de la resonancia onírica esta, el mar se había hecho océano. Llegué a la conclusión de que estaba demasiado embotado para pensar; en una cama nunca se debería pensar. Razonando de esta forma, es cuando intenté sumergirme en otro contexto soñador, en uno que invitara a mi mente a que continuara tan liviana como un gordo muy gordo que se pesara en la luna.

Y lo conseguí. De tan poca importancia era lo que había soñado, que no recordaba nada de nada. Me estiré todo lo que pude, y bostecé pletórico. No tenía muchas ganas de salir de mi revuelto lecho, pero por el alboroto que montaba mi familia en la casa, la ama de la casa debía estar cocinando algo rico, rico y con fundamento.

Me levanté, y abrí la puerta. Como esperaba, un aroma embriagador me envolvió; no adivinaría de qué se trataba hasta que no cogiera una cucharada de la opípara olla, y mascara el sabroso pellizco, pero no pude. No, no pude… Porque mi aguafiestas hermana, me sorprendió por detrás justo cuando iba a llevarme la cuchara a la boca. Del susto que me dio, el caldo salió agitado hacia el cactus que estaba en la ventana.

- ¿Tú eres idiota? ¡Mira el susto que me has metido! -.

- Esa resaca, hermanito… Que hay que saber beber… -, se burlaba, mientras se alejaba por si a mí se me ocurría darle un manotazo.

- ¡Aléjate por tu bien, aléjate! Vade retro, Satanás…-.

Volví a concentrarme en mi intención de ponerle un nombre al cocido de la olla a fuerza de cuchara. Justo cuando iba a deleitarme con el anhelado bocado por segunda vez, mi madre estuvo a punto de perforarme los tímpanos con un grito de angustia: debía ser todo por lo de su cactus.

No lo hice a mala intención, pero la verdad es que había regado bien el cactus ese. Era como los de las películas del Oeste, aunque de tamaño mucho más escuálido… Era una birria de cactus, pero a mi madre se lo debía haber regalado un noviete que tuvo, con el que fumaba maría y acudía a manifestaciones sobre la paz mundial en los hippies años sesenta; el cual un pésimo día se fue a París para ya no volver nunca jamás. A papá siempre le había comentado que se lo había regalado una amiga, que como misionera de la Cruz Roja se había ido a Ecuador, pero mi chismosa hermana y yo nos habíamos enterado de los hechos reales por una conversación telefónica que mantuvo con alguien sobre el nostálgico pasado, cuando se suponía que estábamos durmiendo todos.

- ¡Sale humo del cactus! -, increpó mi hermana.

Si las miradas matasen, ella hubiera caído fulminada al suelo. Me tragué mil improperios, y con un trapo ayudé a mi madre a secar el cactus. Se me acabaron las opciones de probar el cocido, y salí de la cocina con el rabo entre las piernas.

- ¡La has hecho buena! Con lo que adora ella ese engendro verde… -, manifestó una figura de la cual sobresalía una fracción de calva por encima del periódico. Era mi padre, que se escondía tras las letras de los titulares.

- Pues, además está con ella la arpía de Nadia para ayudarla a condenarme a los infiernos… -.

- ¿Tu hermana? Pues sí… Ya puedes ir confraternizando con los de abajo -, dijo sarcástico.

Sería un logro para mí darle con un plato en las narices a esa empalagosa niña, pero siempre salía perdiendo cuando me ponía en su contra, o pensaba en algo para que su mirada retorcida se volviese inocente como la propia de una chiquilla de su edad.

Lo próximo que hice fue telefonear a Fabiola, y quedar con ella esa misma tarde; su edulcorada voz no me invitó a hacer otra cosa. Todo esto, fue delante de Nadia, para que viera que yo tenía citas con chicas, y ella ya desde su adolescencia "amnésica", ya presentaba síntomas de ser una solterona amargada. Es normal que una persona que siempre tienda a saltar a la mínima sin pensar en las consecuencias, acabé sola y acomplejada en un rincón… Solamente los niños piensan únicamente en el presente.

Nadia me clavó la mirada mientras se metía en la boca un trozo de morcilla del cocido madrileño de mi madre.

- A Nadia parece que le gusta la comida de hoy… ¿Y a ti, hijo? -, inquirió mi madre a la que parecía que se le había pasado el enfado por lo del cactus. Aunque después de todo, a pesar de ser mi progenitora, seguía siendo una mujer, y estaba en mis genes no bajar la guardia. En mi respuesta y en mi tono estaba la clave para que me despellejara o loara mis papilas gustativas.

- Es que… Esto está tan suculento que no puedo dejar de comer para hablar -, exageré acabando con los garbanzos del cocido.

Por la satisfacción en la cara de mi madre, lo que había dicho debía estar muy bien, aunque yo prefería sus enchiladas de queso con diferencia; supongo que hay verdades que hay que saber guardarlas.

Yo acabé con el plato antes que nadie, y me comí un yogurt. Respetuoso, hasta que no acabaron todos, no me moví del sitio… Ayudé a mi madre y a mi hermana a llevar los platos al lavavajillas, y me escabullí a mi cuarto. Tenía que empezar a acicalarme para Fabiola.

Fue en la ducha cuando estuve pensando que esa tarde tenía que haber estado estudiando las bases de álgebra, pero conjeturo que había cambiado las frías ecuaciones por los binomios de Fabiola. Decidí no torturarme, y pensar en que todo iría bien.

Luego, me puse la ropa que había preparado, y después de despedirme de mi familia con un bufido, salí a la calle a darme una o vuelta o dos antes de estar con Fabiola. Había quedado con ella por fastidiar a Nadia; quizá fuera una especie de trampa mía para no cumplir con el deber de hincar codos aquella tarde… Pero no, esa pequeña bruja no podía saberlo. También la curiosidad por la que una chica diez como Fabiola quisiera conocerme, iba creciendo en mi interior. Nunca me he considerado guapo, ni atractivo, y tampoco antipático, pero poco sociable sí: soy de esa clase de chicos que nunca se lleva a la chica. Sé que lo que se ve no es siempre lo que importa, pero es lo más fiable. Triste, pero cierto.

En la vida hay un solo amor, una sola oportunidad, y muchas locuras que cometer. Lo de Fabiola tenía pinta de chifladura, aunque no podía afirmar que hubiera conocido el amor, ni mucho menos la oportunidad, sólo sentimientos fugaces y pasajeros, a veces no correspondidos. A lo mejor quedar con aquella chica era lo mejor, o lo peor, y lo excelente habría sido haberme quedado a estudiar, como había planeado. Además quizá Fabiola no era todo lo divina que parecía. ¡Quién sabe!

Pero allí estaba esperándola como si fuera la única mujer del mundo. Tras pensar esto, me sentí muy débil, como si yo dependiera ya totalmente de ella. Otras no me hacen caso, pero no por eso tengo que hacerme valorar poco. Mi amigo Santos me daría una colleja por lo menos si supiera que estoy con estos pensamientos; él no se imaginaría que había quedado con Fabiola, y menos teniendo que estudiar. MI fama de tímido que había cultivado durante años, se iba a ver hoy segada por el destino.

Era pronto para que apareciese: se me ocurrió entrar y tomar algo en la barra, pero daba el sol allí y corría una brisa suave, que me dejaba sin ganas de moverme, introducido en mis reflexiones. Van a tener razón esos que dicen que el sol y sus rayos uva son adictivos: ya hay médicos que advierten que el abuso del astro solar, nos traerá seguro melanomas. Me niego a acabar con un cáncer de piel, o incluso alguna mutación genética que también por una exposición sin protección prolongada al sol, hay quien lo ha avisado. Ya veo que las playas, a los avioncillos que llevan anuncios escritos en una pancarta de Martini, o de San Miguel 0´0´, les tengan que contratar para llevar mensajes de que tomar el sol perjudica seriamente la salud, como si cada baño de sol fuera equiparable a fumarse un paquete diario de Ducados; uno provocaría cáncer de piel, y el otro de pulmón.

Iba a ser un cobarde y un impresentable por dejar plantada a Fabiola, pero de repente me entró pánico, y es lo que iba a hacer. En el Olimpo de los dioses, alguno estaba resuelto a llevarme la contraria, porque allí estaba ella con una camisa abrochada sólo desde el tercer o cuarto botón, y con una breve falda azulona.

Cegado por la luz, de lo primero que me percaté fue de una figura muy estilizada que me hablaba:

- No entraste. Sí, mejor vamos a otro sitio -.

- Vamos donde quieras, pero no voy a quedarme mucho tiempo porque voy a estudiar; tengo exámenes la semana que viene -, anoté.

- Bueno, otro día que puedas, estamos más tiempo -.

A los dos minutos nos sentamos en una terraza en la que abundaba la sombra. Por el camino me estuvo comentando que prefería que su hermano no la viera con ningún chico, que era muy posesivo; por eso era mejor, que yo la hubiera esperado fuera.

Si me lo hubiera dicho por teléfono, a mí no me hubiera importado quedar en otro sitio. De hecho, me parecía bastante lógico que un hermano se preocupara por con quién fuera su hermana. Hasta yo con Nadia, que todavía me parecía una niña y sin embargo empezaba a entrar en una edad crítica para tonteos y coqueteos, reparaba bastante con los amigos que tenía ésta.

Fabiola ya era mayorcita, rondaría los veintitantos, tendría incluso algún año más que yo… Pero, el amor fraternal es el amor fraternal, y, por sus curvas y su delantera, era más que obvio que los que se acercaran a ella, no siempre lo iban a hacer con buenas intenciones. En todo caso, a mí se me acercó ella. No sabemos si bien o mal, pero fue ella la que eligió.

El camarero salió raudo hacia nosotros y nos preguntó que queríamos tomar: yo sin pensar, pedí una cerveza, y Fabiola un zumo. Enseguida volvió con las bebidas.

A continuación se puso a disertar sobre Brasil, sobre su vida allí… Engatusado totalmente, miraba sus ojos azules, o sino esos labios suyos tan carnosos.

- Ya te dije que éramos de Sao Paulo: en su trabajo a mi hermano lo trasladaron a California, pero allá lo trataban muy mal, y se vino a España; montó el bar, y el resto ya lo sabes: que elegí venir a acompañarlo, y acá estoy -.

- Te costaría mucho irte de Sao Paulo -, incidí.

- La verdad es que sí: yo trabajaba en un centro comercial después de acabar la escuela, y vivía en una hermosa casa al lado de un parque con el resto de la familia. Supongo que quedé bastante maleada con un brote que hubo allá de sarampión que afectó a un montón de gente que yo conocía, entre ellos a un sobrino mío que murió, pero lo peor fue el asesinato sin resolver de mi papá: le balearon tras ir a ver un partido de fútbol del barrio. Los vecinos intercambiaron tiros con los agresores, pero estos lograron huir en un coche. Por todo eso decidí venir lejos, y así poder olvidar -.

La chica aplacó su sed.

- Lo siento… No quería abrir viejas heridas -, me sinceré, limpiándole una lágrima furtiva.

- No importa. Está superado -, corrigió.

- Pues mi hermana hace capoeira -, dije queriendo cambiar a otro tema mucho más trivial.

Había metido la pata hasta el corbejón con el comentario de que habría sido difícil dejar todo para venir aquí, pero a mí me había parecido una forma bastante amable y correcta de seguirle el carrete. En mi mente, hacía unos momentos, todo había sonado mucho mejor.

Iba a ponerme a hablar de que mi padre fue por unos carnavales a Río de Janeiro cuando era joven, y que conoció a mi madre en el vuelo de vuelta a Madrid: que ella era la azafata. Entonces, medité que si hablaba mucho de mis padres, Fabiola pensaría que yo tenía el Síndrome de Peter Pan o el Complejo de Edipo… Presumo que tampoco era lo más adecuado viendo lo visto.

Por eso, continué con el tema de la capoeira.

- Tengo entendido que es un baile-lucha brasilero -.

- Bueno, la Capoeira es un arte marcial en el que la música marca los pasos del jogo entre los contrincantes. Empezó siendo un rito de invocación a la Madre África desde Brasil -.

- Esa cría estaba muy pesada todo el día haciendo movimientos… Martelos, Rasteiras, y cosas así -.

- Ya. ¡A propósito! ¿Cómo está Nadia? -, preguntó.

Me sorprendió mucho que conociera a Nadia. Si se conocían, y se caían bien, debía ser un mal presagio para con mi amiga, porque Nadia era una pequeña bruja, y como se le hubiera pegado algo…

- ¿La conoces? -.

- Algo… Mi hermano fue profesor suyo de Capoeira -.

Fue un alivio para mí que la relación entre ellas no fuera muy estrecha.

- El mundo es un pañuelo -, dije por lo bajines.

- Te conocía de antes, de una vez que fuiste a buscar a Nadia a sus clases. Te pareces mucho a ella… -, aclaró acariciándome la cara.

No sé si lo de la similitud con mi hermana era mucho piropo para mí sabiendo de mi baja estima hacia la menor… Además, en todo proceso, ella se parecería a mí, que para eso yo era mayor que la canija esa con aires de grandeza.

No debía haberlo dicho a malas, eso era obvio. Siguió peinándome con sus largos dedos, jugando con mi pelo…

- El otro día iba a invitarte a bailar, pero te fuiste antes -, me atrevía a decir insinuante. No era cierto del todo, fue una idea de Santos, pero a ella no iba a contarle la verdad. La veía una presa cada vez más fácil.

- Tuve que irme… Pero habría dicho que sí -.

- ¿Y tu hermano no nos hubiera dicho nada? -.

- Depende de lo que tú entiendas por bailar -.

Me pareció que aquella conversación estaba subiendo de tono por instantes, y me acobardé  un poco. No fue el mejor momento para amedrentarse, pero así fue, estas cosas pasan así.

- Creo que era una Bossa Bossa Nova, sí -, tartamudeé, levantándome de la silla con la disculpa de ir al baño.

Comprobé que desde su asiento la niña no me podía ver, y entonces cogí el auricular del teléfono, introduje unas monedas por la ranura, y marqué el número de Santos. Me disponía a alardear de mi última conquista.

Oí a Santos un poco exaltado, y con la respiración entrecortada, preguntó por mi identidad. No me reconoció por la voz. Eso me hizo saber que había corrido para hacerse con el teléfono antes que ninguno de sus familiares.

- Soy yo, Santos -.

- Pues en casa no estás, porque mi teléfono no ha reconocido el número… ¿Dónde te ubicas, pendejo? -.

- Estoy con alguien en un bar de la Avenida -.

- No, si me parece bien que te airees un poco, pero tú eras el que decía que tenías que estudiar y no tenías tiempo para ninguna otra cosa -.

- Estoy con la brasileña de ayer… Con Fabiola -.

Tras decirle esto, Santos se quedó callado totalmente: o le había sorprendido que hubiera quedado con ella, o estaba verde de envidia.

-¡Menuda! Es que como ayer te fuiste antes que nosotros, no te enteraste…-, dijo con tono de preocupación.

-Pero… ¿Pasa algo con Fabiola? -, me alarmé.

Santos me contó que el chico del bar no era su hermano, que era su exmarido, y a mí sólo me estaba utilizando para darle celos; y que éste estaba loco por ella, pero había venido aquí queriendo olvidarla porque en Sao Paulo le había sido infiel con un empresario de LGE.

- Si eso es verdad, me ha contado el cuento de la Caperucita. ¡Espera! Ella no ha querido que él nos viera…-.

- ¡No seas tonto, chaval! El que se mete en líos de pareja, acaba lamentándolo… -, advirtió Santos muy seguro de sí. Fue lo último que dijo aquel día, y es que el teléfono se cortó.

No había echado mucho dinero, y tampoco quise reponerlo. Con lo que mi amigo me había dicho, me quedé tan desconcertado, que no sabía si irme al baño, y huir por la ventana como hacía siempre el bueno en las películas de acción.

En fin, yo no había hecho nada malo, y escaparme así sería una descortesía con Fabiola, por muy golfilla que fuera. Además, quién sabe, cada uno tiene su propia historia, y las cosas aparentemente más claras, eran las más turbias y oscuras en realidad. Yo no soy nadie para andar juzgando a la gente. Si la chica me ha contado una sarta de mentiras, a lo mejor es lo que a mí más me convenía oír.

Iré, me sentaré al lado de Fabiola recordando las exhortaciones de Santos para que no entrara en problemas de parejas, pagaré las consumiciones sin hacer preguntas, y me marcharé a casa a conectarme a Internet. Entraré en algún chat de esos en los que la gente pierde la vergüenza al perder voluntariamente la identidad, y transformarla en un nick con muchas equis.

A mi vuelta, allí estaba Fabiola sin sospecha alguna de que yo supiera su auténtica verdad. Descruzó las piernas, y acabó con el zumo. Creo que estaba esperando pacientemente a que terminara con la cerveza, para ir a otro sitio.

- No sé ni por qué estoy contigo. Debía estar estudiando, tengo exámenes -, dije algo desagradable, como si no me encontrara a gusto con su presencia.

- ¡Vamos, papi! Dime qué estudias… -.

- ¡Números! -, exclamé totalmente antipático, haciendo palpables mis pocas ganas de hablar.

Me sentaba mal que me estuviera engañando. Me estaba tratando como un tonto, y era mejor que las cosas quedaran donde estaban. Bien pensado, no me estaba engañando, sólo me estaba mintiendo; ella no era lo suficientemente importante en mi vida, para poder aturdirme con engaños.

- ¡No estás igual! ¿Ha pasado algo? -.

- Nada, Fabiola -.

- Debí imaginar que eras igual que tus amigos, los que se reían de mí… ¡Ellos se reían de mí! -, gritó exaltada.

Sus pucheros y su carita enrojecida por la ira, no me iban a hacer cambiar de actitud. Estuve a punto de decirle que sabía que su hermano realmente era su ex, y que me estaba manipulando… Y si quería volver con él… Tenía bien merecido que ni la mirase, porque había pisoteado su confianza, y a mía también por supuesto, aunque era aún muy leve.

Lo mejor que podía hacer, era dejarme en paz.

No obstante, callé como un muerto. Lo último que yo quería hacer era complicar la situación. Me conozco, y si la atosigaba demasiado, quizá se pusiera a llorar en mi hombro, y eso es algo que no puedo aguantar: que la gente llore por algo que no tiene asumido. Es distinto cuando se llora por asumir algo… Es el momento en que nuestra alma se va abriendo la herida: es normal que nos lamentemos. Pero no cuando la llaga ya está madura; es entonces cuando podemos decidir si arreglar las cosas o dejarlas cómo están. Las causas son el preludio inconscientedel triunfo o el fracaso, el desarrollo es el momento de reír o llorar, y las consecuencias son el firme propósito de recuperación… O no, claro.

Al fin y al cabo, presentí que iba a criticar a mis amigos. Le eché una mirada inquisidora. Fabiola debió captar que no me gustaba nada que los criticara, así que cambió de tema radicalmente.

- Pensé que estábamos destinados tú y yo. Desde que te vi en las clases de Nadia no habíamos coincidido. Creo que fue cosa del destino que nos viéramos después, que me llamaras… -.

Me vi allí sentado escuchando sus palabras delirantes y excéntricas, y por qué no, quizá ciertas.

Como Stephen Crane dijo,el que puede cambiar sus pensamientos puede cambiar su destino. Esa era mi opción austera sobre la meditación del destino.

Fabiola hablaba de la mano invisible del destino, de la ley de la casualidad… Que si no cabía duda de que el azar hubiera jugado con nosotros, que nos había vuelto a juntar, y teníamos que aprovechar la oportunidad… Que si la desechábamos romperíamos la armonía…

- Quizá el habernos conocido sea una ocasión única de esas que a veces da la vida -, dictaminó Fabiola.

- Ya sí, en beneficio de nuestra evolución espiritual, ¿no? -.

Mi tono sarcástico la estaba poniendo cada vez más nerviosa. Casi me daba lástima, pero ella era la que había querido conocerme. Y por cosa del azar, estaba descubriendo mi lado más oscuro… El más antisocial, también. Y asimismo   había querido manipularme como si yo fuera el más pringadillo del lugar. Soy un poco salido con ganas de marcha, lo reconozco, pero igualmente siento las cosas, aunque suene a antítesis.

- Te estás burlando de mí -.

- Sólo te vacilo un poco, guapa. Bueno, me voy a casa. Te llamaré -, mentí exacerbadamente. Ni dos besos le di de despedida… Me fui por donde había venido mientras ella me miraba desconcertada tras mi fría despedida.

Volví a casa solo, con las manos en los bolsillos, y sin ganas de mirar al frente. Me preguntaba si no debía haber acompañado a la niña a su casa; era un ave de rapiña, no obstante habría quedado como un caballero y no como el pendejo desarraigado que en realidad soy. Ya desde ahora, era una página pasada de mi vida, y en ésta había ocupado muy pocas líneas.

Entré a un bar de barrio, a tomar la última cerveza del día: la barra estaba pegajosa y sucia, así que me abstuve de apoyarme en ella. Cuando el camarero se acercó a atenderme, dejé escapar un suspiro, y ahogué la no deseada sonrisa: este señor de unos cincuenta años era como una calcamonía del cuñao de Los ratones coloraos. Hablaba por los codos, así que comencé a sentirme como si fuera el onubense Jesús Quintero en Canal Sur… Nos faltaba la cortina de humo para hacer todo más interesante, y a punto estuve de encender un cigarrillo, si no fuera porque esa misma semana había dejado de fumar. Suelen ser los camareros los oyentes de las historias más dispares; pero o a mí me tocó el único con ganas de hablar; o es que tenía cara de comprensivo esa tarde: me contó que si había querido poner una pescadería con su hermano antes que el bar; pero que su frater se había ido con una comparsa a un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quería acordarse, dejando a su novia más colgada que una percha… Él se había casado con ella para que no pasara vergüenzas en el pueblo. Los dos vinieron cuando tuvieron el segundo niño, que decían que era un poco abetunado; él decía que al niño le afectaba el sol y enseguida se ponía moreno, otros decían que la mujer había tenido quehaceres con un inmigrante senegalés que había llegado hacía un año, y otros decían que el niño estaba sucio. Huyendo de las críticas y las habladurías, habían parado aquí y no les iba del todo mal.

- ¡Joder! ¡Cómo está el mundo de la hostelería! -, pensé para mis adentros.

Interrumpió la charla un parroquiano del bar, que me pegó con el bastón en el tobillo. Me quejé míseramente.

Manifestó él que había sido sin querer, sin embargo yo fundo que quería que me fuese. Pues enseguida le di el gusto, no por mis piernas, ni por la amenaza que representaba su olor corporal o su aliento a txikitos, sino porque no me apetecía seguir escuchando las tragicomedias de aquel tabernero.

De un trago maté el vaso, y salí de la tasca. Me vino en gana dar una vuelta a la redonda antes de llegar a casa. Iba a pasar por la calle contigua a la que vivía Santos, pero no tenía ningún deseo de estar con nadie, así que no iba a llamarle al portero automático para que bajase un rato. Además, me quedaba todavía mucha tarde por delante, y aprovecharía para estudiar, y si me quedaba un rato, para chatear.

De pronto, vi una escena subversiva, una que nunca hubiera imaginado. Eran Fabiola y Santos, hablando amigablemente en el portal de éste… Corrijo, algo más que amigablemente, sensualmente por lo menos; porque él tenía agarrada a Fabiola por más abajo de la cadera, mientras la sambera le esgrimía los cabellos, y no paraba de reír. Poblaba mi cabeza la idea de que aquello pudiera ser una especie de traición romántica, una conjura contra mí.

La idea era simple: después de que el sábado se me acercara Fabiola, Santos luego volvió a encontrarla cuando me hube ido, y digamos que simpatizaron un poquito.

No, no podía ser que Santos fuera tan rastrero… Seguro que todo tendría una buena explicación…

Ella le metió la mano en la bragueta…

- Pues simpatizaron mucho, sí. Pero, mucho mucho … -, pensé inmóvil en medio de la acera.

Madrid, febrero de 2005  

Pilar Ana Tolosana Artola