Las galletas de oro

Era una familia tan pobre que apenas les llegaba el dinero para comer, carecía de casi todo lo necesario para vivir. El padre se mataba trabajando para ganar unos míseros centavos y la madre hacía lo que podía con ellos para cubrir las necesidades de la casa y dar de comer a sus hijos, pero nunca alcanzaba para todo; aunque procuraba que los niños comieran suficiente, el hambre de sus pequeños era mayor, y, nunca conseguía que sus barriguitas quedaran satisfechas.

La mujer sufría mucho; día tras día, se consumía de la preocupación y su tristeza se hacia evidente cuándo comprendía que poco más se podía hacer, si Dios no lo remediaba.

Una madrugada se despertó la pequeña llorando pero llorando desconsoladamente. La madre corrió hasta ella para ver que la ocurría; la acunó tiernamente pero siguió sin parar de llorar. La cogió en los brazos susurrándola palabras dulces, besando sus sonrosadas mejillas y acariciándole suavemente las manitas, pero nada, de ninguna manera lograba callarla.

El padre, también se acercó solicito a ver si entre los dos conseguían calmarla. Su esposa le pidió que la abrazara mientras ella calentaba un poco de leche que tenía reservada de la tarde anterior. Así lo hizo la buena señora. La niña se lo tomó con ansia y más que hubiera habido.

Esto pareció surtir más efecto que lo demás porque los hipos y los lloros fueron remitiendo poco a poco, hasta que cerró los ojitos y se quedó dormida.

Al ver a su hijita más tranquila, respiraron aliviados; con sumo cuidado la acostaron en la cunita y después de un momento ellos lo hicieron en la cama, pero no por mucho tiempo; antes de quedarse dormidos les sobresalto de nuevo los gritos de la pequeña.

Volvieron con ella; comprobaron tocando su frente que no tenía fiebre, aún así, decidieron darla un baño. La cambiaron de ropa, la pasearon pero fue inútil su esfuerzo; ella siguió llora que te llora.

Como no sabían que hacer más para tranquilizarla y viendo el sofoco de su hija decidieron que lo más prudente era acudir a urgencias.

En el hospital la hicieron un reconocimiento completo y no encontraron nada que justificase la alteración y el nerviosismo que presentaba; notaron, eso sí, lo flaquita que estaba pero no era relevante. La dieron un vaso de leche antes de entregársela a los padres, diciéndoles que podían estar tranquilos que la niña estaba bien, aunque convenía mejorar su alimentación con un aporte mayor de leche y vitaminas porque el peso era bajo para su estatura.

Esta explicación confirmó lo que ella venía sospechando; tuvo el convencimiento de que la niña pasaba hambre. Estaba segura que era eso lo que la desvelaba por las noches. "Dios sabe lo que yo haría por evitar esto a mis hijos, lo que yo daría por verlos satisfechos y felices".

En cuanto llegaron a casa, cogió las escasas monedas que quedaban y salió decidida a gastarlas hasta agotar el último centavo en comida.

Cansada de andar, después de recorrer varios establecimientos, se quedó mirando el escaparte de uno de ellos. Las estanterías estaban repletas de comestibles ¡Había de todo!. Tenía que comprar leche y otros artículos de primera necesidad y apenas tenía dinero.

Sacó las monedas del bolsillo y empezó a contar. ¡Contaba y contaba, una y otra vez, pero siempre sumaba la misma cantidad, no era suficiente; no llegaba para lo que precisaba ese día!.

Desde dentro, el tendero la observaba compadecido y cuando la mujer entró y la vio dudando entre coger unas cosas, descartando otras, se acercó a ella y la indico:

- Las galletas de huevo están muy baratas porque han salido del horno más tostadas de lo habitual y no presentan la apariencia tan llamativa de otras veces, pero están tiernas y su sabor es exquisito. Puede llevarlas con entera confianza. La leche también está rebajada por la gran cantidad que hay y por superar los excedentes de cupo; y además, si lleva un Kilo de arroz le regalo el pan.

¡No podía creer lo que oía! Dio las gracias al hombre y celebró la suerte de haber ido a comprar a ese lugar, la primera vez y tan oportunamente. Se marchó apresurando el paso, deseaba llegar a casa cuando antes. Sacó de la cesta las viandas que contenía y enseguida hizo la comida y puso la mesa.

Colocó los platos dispuestos para recibir el guiso que olía tan bien en la cocina, el pan crujiente y las galletas en una bandeja, distribuidas, primorosamente en el centro.

Cuando llegaron su marido y los niños, muertos de hambre, dieron gritos de júbilo al ver el abundante banquete que les aguardaba ese día. Se sentaron cada uno en su lugar, alrededor de la mesa y la madre sirvió la comida. El hijo mayor agarró un trozo de pan y le atizó un morisco, pero se quedó con la boca medio abierta.

- ¡Ay! No sé que tiene el pan, pero debe haber algo dentro porque casi me rompe un diente.

La madre, extrañada, cogió los trozos que quedaban en la mesa y empezó abrirlos por el centro y comenzaron a verse unas pequeñas y relucientes perlas, tan blancas, como la misma miga del pan que las cobijaba.

¡Ah! – gritaron los niños.

¡Dios mío, que preciosidad!- exclamó la madre.

¡Son fascinantes, nunca había visto nada semejante! – comentó el padre.

Cuando se tranquilizaron un poco por el hallazgo, continuaron comiendo; más tarde decidirían que hacer con las perlas. Cuando estaban terminando la comida, la niña cogió una galleta y se la llevó a la boca; cuando se disponía a dar el primer bocado notó que estaba muy dura.

- Mami, mami, esta galleta no se puede comer, no se rompe; es muy rara.

Todos miraron a la niña viendo que la galleta desprendía un brillo inusitado. Al mirar las demás, comprobaron que todas se habían transformado, convirtiéndose en luminosas monedas.

- ¡Reales, auténticas, verdaderas monedas de oro!

- ¡Oh, saltaron todos a la vez!

La alegría desbordó a los niños. Hacían aspavientos, fascinados por el descubrimiento.

- Mama, papá -dijo la pequeñita- ¿con estas monedas, tan bonitas, podemos comprar comida?

- ¡Sí hija, sí! ¡Con ellas nunca volveremos a pasar hambre!. Jamás nos faltará para comer.

Y todos vivieron felices por siempre.

Ana Vadillo Gómez.

Con la colaboración de la Universidad Popular de Alcorcón