Marsella. ¡Tenemos un problema!

 

Frente de lluvias en toda España y bajada moderada de temperaturas. Vientos predominantes del norte. Visibilidad limitada en toda la península. Europa meridional con cielos despejados y temperaturas muy bajas tras el paso de la borrasca. Vientos de fuertes a racheados del norte.

Este era el escueto parte meteorológico que aparecía escrito en la pizarra del centro de "meteo" de la pequeña base aérea.

Todavía las tinieblas envolvían el aeródromo madrileño cuando el Capitán Redón firmaba la hoja de ruta y consultaba el parte meteorológico. El viaje prometía ser largo, pero una vez traspasados los Pirineos solo habría que pelear contra el viento de proa.

  En la plataforma esperaba un viejo DC-3 para llevar a un puñado de suboficiales especialistas a una base alemana, donde tendrían que pasar una temporada aprendiéndose de la A a la Z todos los secretos de la nueva estrella de la caza española: el F-104 Starfighter.

En el viejo pabellón que hacía las veces de bar, comedor y hotel de media estrella, esperaban los ocho militares escogidos para la realización del curso. Habían madrugado lo suficiente como para que nada, absolutamente nada, estuviera preparado para su largo viaje.

La sala estaba fría y poco acogedora, como el día que poco a poco iba amaneciendo. Una fina lluvia caía sin cesar desde la madrugada envolviendo todo con una tristeza gris y húmeda.

En una esquina de la dependencia se amontonaban sin orden ni concierto una gran cantidad de bolsas y paquetes que pertenecían a los sufridos suboficiales que, medio somnolientos, esperaban con ansiedad la llegada de la cafetera reglamentaria que diese cierto calor al comienzo de la jornada.

Aquella mañana, como casi todas, el ordenanza se retrasaba en traer el preciado líquido de la cocina. Siempre tenía alguna excusa para su retraso, pero todos sabían que lo hacía a propósito y que algo menos de la mitad del café se "perdía" por el camino.

-Manolón, ¿quieres hacer el favor de estarte quieto de una puta vez?- protestó el Subteniente Castro dirigiéndose a la enorme figura del Brigada Manuel Rodríguez Pérez, alias Manolón.

-¡Joder!, es que no encuentro el paquete de tabaco que había dejado por aquí-, al tiempo que el fornido brigada revolvía los equipajes de sus compañeros en busca de su ansiado paquete de tabaco.

Fue el Subteniente Checa, polo opuesto físicamente al enorme Manolón, quien dejó oír su voz sin apartar su mirada de los empañados cristales de las ventanas:

- ¡So besugo!, ¿has mirado en los bolsillos? ¡Ojalá te fumes todo el paquete y te ahogues con el puto humo!

Manolón recordó que la nueva uniformidad le proporcionaba un sinfín de bolsillos repartidos por todas partes del uniforme y mirando fijamente al techo  con gesto serio, comenzó a palparse secuencialmente los bolsillos según iba recordando su ubicación. Tras haber registrado los bolsillos superiores notó un bulto rectangular en el bolsillo lateral del pantalón: -¡Coño! ¿Y cuándo me he metido yo el fumeque en este bolsillo?

Desde el exterior llegó un estridente ruido de frenos, y casi de forma inmediata se abrió de par en par la puerta de entrada dejando escapar el poco calor acumulado en la estancia. Un cabo de automóviles, tras el consabido "sus órdenes", voceó a modo de pregonero:

 - ¡De parte del Capitán Redón, que se apuren ustedes y cojan el avión, que esto se está cerrando en nubes y la cosa está "jodía"!

- ¿Y el café?- protestó Fermín Acosta, el sargento especialista en radio-. ¡Yo no me muevo de aquí sin tomar café!

Fue el Subteniente Ortiz, el más antiguo del grupo, quien, dirigiéndose al rincón donde se amontonaban los equipajes revueltos por Manolón, ordenó:

- Vámonos señores. Con café o sin él, tenemos que marcharnos.

Aprovechando el pequeño revuelo que crearon los militares para recoger sus bártulos, el soldado ordenanza del pabellón se acercó a uno de los suboficiales:

 - Mi brigada, ¿entonces cuento con la botella de Whisky y con la metopa para la repisa?

 - Si hay dinero, hay botijo. Si no hay dinero, ni botijo ni leches- le respondió malhumoradamente el suboficial.

 - ¡Pero si esas cosas es para que las disfrute todo el mundo!- Protestó incrédulo el soldado ordenanza.

- ¡Pues eso! Si es para todo el mundo, que todo el mundo se "arretrate". Luego todos quieren chupar de la teta, y siempre lo hacen de gañote.

- Es usted más "agarrao" que un chotis. Se va a morir con las patas "encogías" como las arañas - protestó el soldado al tiempo que le ayudaba a salir con el petate.

En ese momento apareció un ordenanza con la enorme cafetera sujetando el asa con un trapo para no quemarse:

 -¡Y el café! - dijo mirando a los suboficiales según iban abandonando la dependencia.

-Ahora te lo metes tú por donde te quepa- le contestó el radio Fermín Acosta de mala manera.

El ordenanza sonrió al tiempo que calculaba mentalmente lo que podría sacar vendiendo el café a los que estaban en el polvorín y a los que en circunstancias normales no les llegaría el preciado líquido hasta alguna hora más tarde.

Afortunadamente, el recorrido en el destartalado camión que les conducía al avión fue lo suficientemente corto para no dejar que la lluvia, que se filtraba a raudales por los múltiples rotos del toldo, no les empapase. Solamente el malhumorado Fermín Acosta miraba con envidia la cómoda posición del  Subteniente Ortiz, que ocupaba una cálida plaza en la cabina junto al conductor.

Eran exactamente las 07´30 horas "zulú" y las primeras claridades del día comenzaban a ganar la batalla a las tinieblas nocturnas, cuando el último de los especialistas subía a bordo del aparato y cerraba la metálica portezuela.

De forma inmediata se dejó oír el enorme vozarrón de Manolón atronando el interior del avión:

-¿Pero esto qué coño es?-, al tiempo que miraba asombrado que más de la mitad del departamento reservado al pasaje estaba ocupado por una gran cantidad de cajas de licores perfectamente estibadas y en las que se podía leer: Brandy González Byass y Tinto Rioja "Tres Cepas".

-Un regalo del Ejército del Aire a nuestros colegas alemanes y un poco de "munición" para pasar como Dios manda las Navidades- aclaró el Sargento Sentís, que formaba parte de los cuatro tripulantes como mecánico de a bordo.

-¡Coño!- dijo Manolón al tiempo que trataba de arrastrar la gran cantidad de bultos que portaba y que continuamente se enganchaban en el estrecho habitáculo que quedaba libre.

-Ya es hora de que esta empresa tenga un detalle con sus obreros.

-¡Ni se te ocurra tocar una caja, Manolón!- advirtió desde el puesto de piloto el Capitán Redón-. Todas las botellas están contadas y si te pillo te formo consejo de guerra.

Los suboficiales fueron ocupando los asientos libres al tiempo que dedicaban una sonrisa a la cara disgustada de Manolón, que seguía mirando con pena el preciado licor.

Desde los dos primeros asientos, el Subteniente Ortiz y el joven Sargento Arroyo, que era la primera vez que volaba, observaban como el Capitán Redón y el Teniente Cárdenas cumplían con el ritual de comprobación de la multitud de controles exigibles en el pre-vuelo.

-Mi subteniente- preguntó el joven Arroyo-, ¿usted cree que con este tiempo tendremos un vuelo normal?

-Tranquilo chaval. Redón es capaz de hacer volar una cafetera con sol y moscas o con pedrisco. Estamos en buenas manos. Procura echar una siestecita y cuando te quieras dar cuenta ya estaremos llegando. Sólo es un rato.

Tras un pequeño petardeo, los dos motores del DC-3 se encendieron y no tardó mucho tiempo en enfilar a toda potencia y en medio de un rugido ensordecedor la corta pista del aeródromo. Lentamente el avión fue cogiendo altura en grandes círculos al tiempo que el caserío madrileño primero se empequeñecía y, después, desaparecía ocultándose tras un colchón de nubes que parecían haber engullido la capital española. Durante unos minutos, el interior del avión estuvo oscurecido por un triste gris de nubes hasta que, de repente, sobrepasado el techo de la borrasca, una intensa luz inundó el interior del aparato y un brillante sol acarició, por fin, los rostros de los militares.

El vuelo era largo. El combustible había sido calculado para no hacer necesaria ninguna escala intermedia y, una vez enfilado el rumbo marcado y alcanzada la cota de altura señalada para poder superar la barrera geográfica de los Pirineos, todo quedó sumido en el acostumbrado tedio de este tipo de vuelos. A excepción del Sargento Arroyo, que permanecía con las narices pegadas al cristal de la ventanilla, todos tenían las suficientes horas de vuelo como para saber relajarse de mil maneras distintas. Todos menos el inefable Manolón y su compadre el Sargento Checa, que ya habían preparado una timba de cartas con un juego inventado por la pareja, y que era su distracción favorita en cualquier tipo de vuelo.

Tras el duro golpeteo de las cartas en la superficie de un cajón y alguna que otra interjección de los dos tahúres, se dejaba oír el suave ronroneo de los motores acompañado del ventilador de calefacción.

Terminaba de anunciar el mecánico de vuelo que estaban en la vertical de Jaca, cuando comenzaron a escucharse unos ruidos extraños procedentes del compresor de calefacción. Inmediatamente Manolón, que llevaba tres partidas consecutivas perdidas, se levantó aprovechando la oportunidad, y dando por terminada la timba, se dirigió decididamente hacia el registro del compresor. Tras una serie de juramentos, metió sus enormes manazas en las entrañas del artilugio y anduvo trasteando misteriosamente durante cierto tiempo. Poco después y con el ceño fruncido, se dirigió hacia la cabina de pilotos.

-Jefe, la calefacción se ha jodido- anunció Manolón con cara de no haber roto un plato en su vida.

-Mi capitán- dijo el segundo piloto-. A esta cota y sin calefacción no tardaremos en tener problemas.

Tras mantener un expectante silencio durante unos segundos, el Capitán Redón preguntó al radio, quien tenía en esas coordenadas el control del vuelo.

-Nos corresponde control de Marsella, mi Capitán- respondió el operador de radio.

De manera instintiva todos dirigieron su mirada a través de las pequeñas ventanillas del avión, observando cómo la masa de nubes que ocultaba el suelo había desaparecido y se ofrecía la impresionante visión del territorio galo cubierto por la cegadora blancura de una inmensa nevada.

-Cárdenas, demande de Control Marsella un posible descenso a una cota inferior- ordenó el comandante de la aeronave.

El Teniente Cárdenas manipuló en el botón de frecuencias y dejó oír su llamada.

-Generador de calefacción estropeado. Formación de escarcha en el interior del avión. Demandamos vuelo en cota inferior.

 A los pocos segundos se escuchó por el altavoz la voz metálica de Control Marsella.

-"Albatros 0-1-4", ¡Negativo! Imposible disminuir cota de vuelo. Mantengan la actual. Peligro de tráfico en cotas inferiores. Mantengan cota militar.

-¡La madre que los parió a estos putos gabachos de mierda!- exclamó Manolón, que escuchaba atentamente la conversación.

-¿Qué?, ¿te atreves a echar otra partidita?- le invitó desde el fondo el Sargento Checa.

-Ya sabes que con el frío no me concentro en adivinar tus trampas y trapacerías- contestó Manolón con ánimo de herir susceptibilidades.

No tardaron los ocupantes del avión en visitar el departamento de equipajes y de proveerse de todo tipo de ropajes guardados en los petates y susceptibles de aliviar el intenso frío que por segundos se iba apoderando del habitáculo.

Mientras el joven Sto. Arroyo tiritaba encogido en su asiento, los dos compadres camaradas de juego, se habían liado sendas toallas en la cabeza, lo que sumado a las mantas cuarteleras que cubrían su cuerpo daba un aspecto cómico a los dos suboficiales. Manolón apenas cabía sentado en su asiento, mientras que Checa parecía un pajarito en una percha llena de colgajos.

Fue el Sargento Ortiz el que comenzó a dar patadas en el suelo en primer lugar para, posteriormente, comenzar a dar pequeñas carreritas por lo que restaba de pasillo. Poco tardaron el resto de pasajeros en imitarle tratando de paliar los efectos de la baja temperatura adueñándose de sus cuerpos.

Como no podía ser de otra manera, fue Manolón el que en una de las pasadas frente a las cajas de licor se quedó parado en seco y, llevándose el dedo índice de la mano derecha a la sien, y la mano izquierda bajo la barbilla, se quedó mirando fijamente a las preciadas botellas. Casi se podía escuchar cómo funcionaba su primitivo cerebro.

Sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, Manolón abrió una de las cajas y descorchó una botella de vino que lucía una etiqueta que ponía: "Jumilla Gran Reserva". El Capitán, al dejar de escuchar súbitamente en el avión las carreras y saltos de los pasajeros, preguntó al radio que era lo que ocurría.

-Mi Capitán, que la gente se ha liado a darle al Jumilla.

El capitán, incrédulo ante lo que estaba pasando, ordenó que avisasen al veterano Subteniente Ortiz. No tardó en aparecer por la cabina con una botella en la mano y presentarse con el consabido "susórdenes".

-Ortiz - dijo el Capitán- ¿No le da a usted vergüenza andar bebiendo en un vuelo y además permitir que el personal a su cargo haga lo mismo?-

-Mi capitán. Si encuentra usted alguna otra forma de combatir este frío, dígamela  e inmediatamente lo corto, pero mientras, como no sea dándole a la botella, ¡ya me dirá usted!

El Capitán miró a su segundo, el Teniente Cárdenas, y advirtió cómo a pesar de tener la gorra metida hasta las orejas, le castañeaban los dientes a causa del frío.

-Cárdenas, tómese usted un trago a ver si entra en calor.

-¿Y usted, mi Capitán? ¿No quiere tomarse algo?

-No- dijo el piloto-. Pero, por favor, écheme algo por encima que me estoy entumeciendo.

En el compartimento de viajeros, el asalto al vino había sido masivo, pero a pesar de que las botellas iban mermando, parecía que el frío no desaparecía.

-¡Este vino está aguado!- dijo Manolón al tiempo que inauguraba una de las cajas de González Byass, e inmediatamente le imitaron el resto de militares en busca de algo más fuerte para combatir la fría situación.

Durante algo más de una hora, las botellas se fueron vaciando de su preciado líquido, pero inexplicablemente parecía que el frío fuera tan intenso que la ingesta de alcohol no producía ningún efecto.

A las 14´15 h, el DC-3 enfilaba la cabecera de pista de una base aérea alemana, y tras un par de saltos, se dirigió con los motores al ralentí hacia la plataforma de aparcamiento, donde esperaba en perfecta formación una banda de música alemana y las autoridades militares consabidas en estas circunstancias.

El avión paró los motores e inmediatamente la banda de música arremetió con el pasodoble "España Cañí". Durante unos segundos todos esperaron sonrientes a que se abriera la portezuela del aparato y apareciesen sus invitados. Pero pasaban los segundos y la puerta no se abría. La charanga dejó de tocar y los alemanes se miraban unos a otros sin comprender qué es lo que pasaba. Por fin, observaron que la manija de la cerradura comenzaba a moverse, y nuevamente arrancó la banda de música con redoblado énfasis el castizo pasodoble, al mismo tiempo que la enorme figura de Manolón ocupó la totalidad de la puerta y tras un estertóreo ¡"viva la madre que me parió"!, se derrumbaba de espaldas. La banda dejó nuevamente de tocar, y desde el interior del avión se pudo escuchar un coro de berridos que podría haber sido el "Asturias patria querida" si no fuera porque aquello parecía un coro de grillos.

De forma inmediata la disciplinada formación alemana quedó rota y cautelosamente se fueron acercando para observar con ojos incrédulos la incomprensible escena.

La situación quedó rota por la llegada a toda velocidad de un jeep alemán del que bajó presuroso un oficial:

-Mi coronel. Torre informa que el comandante del avión español demanda ayuda para desembarcar.

Todos en tropel, incluidos los componentes de la banda de música, se dirigieron a la puerta de entrada del DC-3 español, y se quedaron boquiabiertos al comprobar el caos existente dentro del avión. Todo el interior era un inmenso caos de botellas tiradas por el suelo, con los ocupantes que aparecían, algunos en el suelo despatarrados, y otros que a duras penas se mantenían en pie berreando desaforadamente. Únicamente el Capitán Redón permanecía en su puesto de pilotaje anclado a su asiento por el peso de una montaña de ropa que le cubría casi por completo, suplicando que, por favor, le sacasen de allí.

La presión atmosférica había jugado una mala pasada a nuestros protagonistas. Mientras se mantuvieron a una cota de gran altura, la ingesta de alcohol no surtió los efectos esperados para mitigar el intenso frío, pero al descender de forma brusca para efectuar el aterrizaje, la monumental borrachera inoculada en la sangre de los militares les sobrevino de golpe, dando lugar al inesperado espectáculo y al convencimiento, por parte de los militares alemanes, de que aquellos españoles eran definitivamente unos locos de atar. Afortunadamente, la circunstancia de que el Capitán Redón optase por un método diferente para combatir el frío salvó al vuelo de una catástrofe, que a estas alturas todavía tendría de cabeza a los investigadores.

PD. Para sacar a Manolón del avión, tuvieron que esperar más de tres horas a que se le despejase la cabeza. En su borrachera intimidaba a los rescatadores con una botella rota gritando que le querían secuestrar unos extranjeros con gorra de plato.

 

Arevacoss