Naranja y media

Algún día tendré mi propia peluquería: dijo Cruz a sus padres.

Estudió a través del INEM con ahínco, y allí estaba lo prometido. Claro que si no hubiera sido por el esfuerzo económico que habían hecho sus padres ahora trabajaría para otra persona.

La musiquilla que la puerta hacia al abrir hizo que Cruz volviera la cabeza.
Un joven desenvuelto con buena planta entró en el local. Ella misma le recibió y le dijo sí a sus preguntas, ya que la peluquería era unisex. Charlaron como dos amigos. A Cruz no le suponía ningún esfuerzo hacerlo. Era por naturaleza, abierta, de sonrisa fácil. Emilio, que así se llamaba el nuevo cliente, paseaba la mirada por la amplia estancia, pensando que aquello en sus manos podría convertirse en un salón de belleza de ensueño. Cuando Emilio salió de la peluquería, Cruz y él se dieron un apretón de manos, señal de contrato cerrado. Cruz se había asociado con Emilio.

La joven miraba el cambio que se había producido en el local, se abrazaba a si misma girando sobre sus talones. Esto es un sueño, se decía a si misma. Había firmado muchas letras pero había valido la pena.
Pasaban los días y las letras llegaban a una velocidad que Cruz por más que estiraba el brazo no alcanzaba a cubrir, porque lo primero era que Emilio, el cerebro de aquella maravilla se llevara su parte; y Rosa, la joven rubia que él mismo había contratado para hacer las obras y que tantas ideas había aportado, ahora era encargada.
Cruz para evitar más gastos, ella misma se encargaba de la limpieza y de los cafés. El personal que tenían era todo de primera.

Apareció Emilio aquella mañana por el salón de belleza, cosa que últimamente hacia de tarde en tarde.

- Te veo mal Cruz, ¿te ocurre algo?
- No es nada.

Le puso la mano en la frente, le quitó el secador de la mano y le colocó la gabardina encima de los hombros: vete, le dijo, y no vuelvas hasta que hayas curado esa gripe. Yo me ocupo de todo.

Aquella semana que paso en casa hizo alarde en entereza. Mentía a sus padres sin inmutarse. Ante la imposibilidad de contactar con Emilio, una mañana cogió bolso y gabardina, encaminando sus pasos hacia el salón de belleza. Rosa, diligente, salió a su encuentro; sacó del bolsillo de la bata un sobre cerrado y se lo tendió a Cruz. Abrió el sobre que contenía un puñado de billetes y una misiva que decía:

He hecho frente a todas las deudas querida. O eso, o el cierre del local. Pensé que no te gustaría ver cerrado el salón que tanto empeño pusimos para levantarlo. Pero soy persona agradecida y no quiero que pases apuros mientras encuentras trabajo.

Tiró al suelo carta y dinero. Entró en el despacho que una semana antes fuera suyo. Estaba vacío. Con los puños apretados y los ojos echando fuego se acercó a Ana. –Dime donde esta ese canalla. –No lo sé. –Dímelo, dijo acercándose más mordiendo las palabras. Ana retrocedió hasta dar con la pared. –Tan solo puedo darte el número del móvil – dijo trémula. Con esto es suficiente.

Contrató a un detective. –Deberá usted cobrar cuando haya realizado su trabajo. – No tengo una sola peseta. El detective salió de acuerdo con lo hablado.

Eran las diez de la noche cuando Cruz llegó ante la fachada de un hotel de cinco estrellas. Cruzó la calle, se sentó en un banco de hierro finamente trabajado. Que frío está el condenado, se dijo para sí contemplando la fachada del lujoso hotel.

Cruz se impacientaba. Ahora paseaba. El banco estaba demasiado frío, como poco pillaría un resfriado, pero que importancia tenía un resfriado aquella noche. De pronto, vio salir en tromba a un grupo de personas hablando demasiado alto; sin duda por causa de unas copas de más. Emilio abrazado a una rubia esbelta, estaba en el centro.

Cruzó la calzada abriéndose paso hasta quedar a medio metro de Emilio y, con rapidez propia de un profesional, sacó del bolso un pequeño revolver, descargándolo por el cuerpo del miserable que tenía delante.

Cuando llegó la policía, Cruz seguía en la misma postura, como esperando a que del revolver saliera más pólvora.

Los padres de Cruz la visitaban cuando las ordenanzas lo permitían. La madre no se acostumbraba a ver entre rejas a su hija lloraba y lloraba. Hasta que un día dejo de llorar y la dijo: ¿Sabes hija?, ¡Me siento orgullosa de tu valentía. Yo también me siento más tranquila viéndote serena.

 

Alcorcón, 16/09/2000

Pilar Alonso

Con la colaboración de la Universidad Popular de Alcorcón