Por tierras de León

Llegó la Semana Santa y con ella unos días de vacaciones. Desde que empezó el año, todo en mi vida había sido malo. La separación de mi compañera sentimental se unía a la incertidumbre de conservar mi puesto de trabajo tras la venta de la empresa a nuevos socios. Deseaba evadirme de todo. Escapar a algún lugar alejado de la rutina diaria. Recordé que en la Edad Media los reyes leoneses encontraban la paz en una hermosa comarca situada al norte de la provincia actual de León, limitando con Asturias, llamada Babia, y hacia allí encaminé mis pasos.

Las tierras de Babia son poco fértiles. En la antigüedad abundaba la caza de osos, corzos y jabalíes. Los reyes de León eligieron este lugar como punto de reposo para alejarse de los problemas de la corte, complicada con las intrigas palaciegas de los nobles, empeñados en instaurar un régimen feudal semejante al de la Europa septentrional. Estas ausencias del rey motivaban a menudo la inquietud de los súbditos a quienes, cuando preguntaban por él, se les respondía evasivamente que el rey estaba en Babia. Hoy en día utilizamos esta expresión para hacer referencia a toda persona distraída o ausente.

La comarca está compuesta por unos veinticuatro pueblos entre los que destacan Riolago, con su famoso palacio de los Quiñónez, Villasecino y Torre, con casonas palaciegas, y Huergas de Babia, donde se dice que el Cid Campeador encontró a su famoso caballo Babieca dando la cara a una tempestad de nieve.

En La Cueta, último y más alto pueblo de la provincia donde se cierra el valle por el noroeste, y nace el río Sil, cogí habitación en El Rincón de Babia, casa rural, tradicional de montaña rehabilitada con piedra, madera y pizarra, que respeta la arquitectura de la zona. Un gran mastín de mirada dulce y cariñosa, y de caminar lento, vino a recibirme. Estuve paseando por el pueblo y me paré un momento frente a la casona de los Florez, construida en el siglo XVII y semiderruida.

Después de comer y echarme un rato entré en una taberna a tomar un café. En una mesa una joven entrada en la treintena, de castaños y lisos cabellos, marcados pómulos y linda mirada, fumaba un cigarro mientras leía un libro. Me acerqué, preguntándola lo que leía.

- El río del olvido, de Julio Llamazares.

Tras invitarme a sentarme a su lado, y las presentaciones pertinentes, me explicó que la novela narra un itinerario a pie del autor a lo largo del curso del río Curueño. Andadura que hace para volver a los parajes de la montaña leonesa donde habían transcurrido los veranos de su infancia.

Al día siguiente visitamos el Parque Natural de Somiedo. Comimos juntos, nos reímos y al caer la noche nos emborrachamos tomando unos cacharritos en un pub que fue antigua cuadra; único lugar con gente joven donde poder tomar una copa, escuchando música. Estaba alojada mi inesperada pareja en la misma casa rural que yo, pero esa noche no dormimos juntos. A la hora de despedirse me besó en los labios y me dijo: “¿Sabes?, eres un encanto”. La verdad es que me costó coger el sueño. A la mañana siguiente los rayos de sol dándome en la cara anunciaban un nuevo día. Me duché y bajé a desayunar, ansioso por verla. Pasadas las dos, aún no se había levantado, cosa normal al habernos acostado tarde y bebidos. Estuve en la puerta principal sentado junto al mastín, esperando que Lucía bajara. No me apetecía comer, solo verla. Cerca de las cuatro seguía sentado y nervioso por la espera.

- ¿Qué, llevas mucho esperando?

Volví la cabeza y allí estaba ella. Llevaba el pelo mojado y una bonita sonrisa en su boca. Estaba preciosa.

Me preguntó si había comido.

- No...no. Te estaba esperando.

Nos sentamos a comer y estuvimos hablando entre risas y caricias que yo le hacía en la mano. Tomamos café y un chupito de licor de hierbas.

- ¿Sabes lo que me apetece hacer ahora? - me dijo Lucía apurando el licor. Echarme la siesta, pero contigo.

Subimos a su habitación y comenzamos a besarnos. Entre besos y caricias me quitó el jersey y comencé a desnudarla dejándola solamente un minúsculo tanga negro. Se echo en la cama esperando que yo, terminara de desvestirme, mientras admiraba sus bonitos pechos. Lo demás os lo podéis imaginar. Sólo deciros que si Lucía es bonita vestida, cuando está desnuda es una locura de mujer.

La verdad es que mi viaje a Babia fue fructífero. Ahora vivimos juntos en Madrid y estamos esperando un hijo. Inteligentes los reyes leoneses que sabían donde ir a buscar la paz del alma, algo tan difícil de encontrar en nuestros días.

 

Fernando José Baró

Madrid, abril de 2003