Aventuras y desventuras en un súper-mercado.

Servidor de ustedes, a pesar de tener una educación celtibero-carpetovetónica con raíces ancestrales, no se diferencia del común de los españolitos amarrados al yugo por el santo matrimonio católico, apostólico y romano; y por lo tanto, consecuentemente, ha cedido a la despiadada explotación que ejerce el sexo femenino sobre el sufrido “homo hispaniensis”.

Aparte del trabajo legal con el que aportar los garbanzos diarios al dulce hogar, siempre he tenido que buscarme el otro, el “ilegal”, para paliar las “ilegalidades” de los sueldos y del índice de precios al consumo. Se podría pensar que con este bagaje ya podía ir uno aviado; pero no. Siempre hay más obligaciones que hacer: chapuzas caseras, chapuzas a los conocidos, ejercer de inquisidor en los desaguisados de los churumbeles y ayudar en las labores domésticas a la reina de la casa.

Entre las labores domésticas hay una que me supone un esfuerzo suplementario. Del primer grupo de “actividades” se puede salir airoso. Del segundo depende de las dependencias; pero del tercero, del mundillo de las compras, quien suscribe, o es un deficiente mental o le faltan siglos de evolución genética para afrontar semejante reto con garantías de éxito.

Todo suele empezar más o menos a las 17,00 horas “zulú” de cualquier tarde, de cualquier día del año, y de cualquier año desde que pasé por la vicaría, con un suave y melodioso…. ¿que vas a hacer esta tarde?… ¡Ya está! No hay que darlo más vueltas. En realidad lo que me están diciendo, es que coja el carro de la compra y me largue al súper-mercado.

-¿Qué es lo que hay que traer?- pregunto sin más preámbulos, con la vana esperanza de que la lista de compra no supere el número de diputados en el Congreso.

-¡En la cocina tienes la lista!

Hecho una mirada al papelico en cuestión y se te cae el alma a los pies cuando te das cuenta que no hay un solo departamento del súper-mercado que no tengas que recorrer.

Aceptado el suplicio, y cuando me dirijo cabizbajo y humillado a la puerta de salida, escucho:

-Supongo que te habrás cambiado de ropa. ¿No? ¡Maldita sea! Ese toque de atención que suena en mis oídos con voz melodiosa, supone cambiar todo el vestuario, a excepción de los calzoncillos.

¿Trato de persuadir a mí media costilla de que voy aceptablemente vestido para semejante evento?....Mejor no. Lo mejor es cumplir sus deseos lo más rápidamente, y si es posible, salir disparado de casa sin darle ocasión de que pase revista, ya que se corre peligro de ser recriminado porque el color de los zapatos no hace juego con el cuello de la camisa.

Con el mismo ánimo que tendrían los cristianos camino del Coliseum, me dirijo hacia el “súper” de turno, que nunca es el más cercano al domicilio conyugal. Siempre y por designios del destino, suele ser el más alejado, ya que tras sesudos estudios económicos, es el que supone un pequeño ahorro.

El primer problema se presenta con ese artilugio al que llamamos carro de la compra. En mi caso, y para que pueda ser colocado en alguno de los pequeños huecos que hay en casa, es articulado y más pequeño de lo normal. Solamente para “estirarlo” y “encogerlo”, ya hay que tener un master en mecánica; luego viene la postura a la que me obliga para llevarlo. Si lo arrastro, al ser mas corto que lo habitual, me golpea continuamente en los talones. Si opto por un cambio de estilo y lo empujo, me obliga a ir encorvado y agachado, con lo que me siento humillado por el odioso chisme.

Tras recorrerme medio barrio, ya tengo a la vista la esquina donde se ubica el “súper”. Según me voy acercando observo un pequeño grupo de personas en aparente espera. Llego, me asomo y…..el cierre echado. Miro con susto el cartel anunciador del horario reglamentario y compruebo que hace ya 20 minutos que tendría que estar abierto.

-Perdone- pregunto a una señora con bigote que se encuentra a mi lado. ¿Todavía no abren?

-¡No ve usted que está cerrado!- me contesta agresivamente.

¡Joder! Si lo sé no abro la boca, me digo a mí mismo al tiempo que procuro colocarme lo más lejos posible de semejante “Pablo Romero”.

Los minutos pasan, y ya he contado los barrotes del balcón que tengo enfrente 11 veces, cuando una joven que casi me dobla en altura y otro tanto en anchura, comienza a realizar las maniobras oportunas para levantar el cierre metálico. Con una demostración de fuerza digna de un profesional de la halterofilia, lanza literalmente el cierre hacía la parte superior, quedando encajado en medio de un estrépito que tiene que haber sido escuchado por medio barrio, al tiempo que una nube de polvillo y cemento se desprende como consecuencia del terrible impacto.

Mi intención habría sido protestar ante el incumplimiento descarado del horario, pero ante la demostración de fuerza de la joven dependienta, opto por cerrar la boca y comenzar la faena.

Una vez dentro del establecimiento, observo que no se puede realizar la compra con el carrito. Hay que emplear un euro para engancharlo de una cadena o simplemente dejarlo arrinconado, y luego, coger una bolsa de plástico para ir guardando los productos. Sin dudarlo, opto por dejarlo abandonado con la esperanza de que cuando regrese, algún idiota haya tenido la tentación de “adoptarlo”. Sería toda una liberación y me daría la excusa ideal para comprar un cacharro como Dios manda.

La primera parte del evento mercantil está superada. Ahora, lista en mano, hay que comenzar la excursión por los innumerables pasillos en busca de las vituallas.

Cojo la papeleta y leo…… (Todo sale borroso)…… ¡las gafas! He olvidado las gafas en casa y no entiendo nada de nada. No me queda más remedio que alargar el brazo y comenzar a hacer movimientos con la cabeza para tratar de descifrar el nombre de los productos a comprar. Tras algún esfuerzo, distingo “Pasta de Colorines 2” ¿Qué leches puede ser esto de “Pasta de Colorines”? Inicio la búsqueda tratando de orientarme por los cartelones que penden del techo. Allá, al final se puede leer: Pastas y derivados. Cojo la bolsa de plástico y me dirijo al lugar indicado, que se encuentra casi al final del establecimiento.

Al llegar me encuentro con una docena distinta de marcas comerciales. ¿Cuál será la que prefiere? Busco entre las distintas marcas alguna que anuncie su producto como “colorines”. Inútil. Ninguna tiene semejante título. Le he dado tres vueltas a los estantes, cuando caigo que puede que no sea la marca en sí, si no el color del producto. ¡Efectivamente! Ante mí aparecen unos paquetes con una especie de macarrones retorcidos, y que cada uno es de un color distinto. Sin duda eso es a lo que se refiere el término “colorines”. Indago y observo que todas las marcas tienen “Pasta de colorines”. ¿Ahora cual elijo? ¡A tomar por culo! Cojo la más cara; así no dirá que no llevo calidad.

Ya tengo el primer producto de la lista. Ahora adivino, más que leo: Latas de sardinas. Busco en las inmediaciones y no encuentro nada relacionado. Otra vez salgo al pasillo general y casi en la entrada se puede leer: Conservas. Otra vez a desandar lo andado para coger las sardinas. Pero al llegar al lugar me quedo anonadado al observar el mismo problema anterior. Docenas de marcas; además ¿Cómo quiere las sardinas?: ¿En escabeche? ¿En aceite de oliva? ¿En aceite vegetal? ¿Con tomate? ¿En lata grande? ¿En lata pequeña? ¿En pak de tres latas pequeñas? ¿En formato familiar?.... ¡la madre que la parió! ¿Ahora cual compro?

En un arranque de valentía opto por tirar por la calle de en medio y compro una de cada tipo. Va a tener sardinas para todo el año.

Vuelvo a visualizar la lista, y adivino “cocacola”. Esta vez no hay problema. El producto está cercano. Pero el desastre vino después, en casa, cuando resultó que no era “cocacola” lo demandado, si no “colacao”. La vista me había traicionado. Los pormenores de la bronca no lo cuento porque podría herir la sensibilidad del querido lector.

El resto de productos de la lista me crea algunos problemas, pero poco a poco y con talante y buen rollito lo voy superando y la cesta se va llenando. Azúcar 2: Tachado. Aceite suave 1. ¡Menos mal que ponía suave en el envase!: Tachado. Yogures. Como no pone de ningún tipo ni la cantidad, compro un montón de los que me gustan a mí y asunto solucionado: Tachado. Así hasta completar el encargo.

Estoy a punto de completar la faena, cuando escucho una voz tras de mí.

-¡Señor! Se le va cayendo algo de la bolsa.

Miro sobresaltado y compruebo horrorizado un reguero blanco a lo largo del pasillo…. ¡El azúcar!

Uno de los paquetes de azúcar se ha roto y va dejando su rastro a modo de cuento de Pulgarcito. ¡Será posible! Más colorado que un tomate y lleno de vergüenza comienzo a desocupar la bolsa para localizar el paquete traidor. Una vez localizado, observo un diminuto roto en el envoltorio de papel. Haber llegado a la Luna y que todavía esto lo envuelvan en un “cucurucho” de papel. La próxima vez lo compro en terrones. ¡Tiene cojones la cosa!

Por supuesto, la estantería donde se ubica el azúcar me pilla al otro extremo del súper. ¿Cuántos kilómetros he andado esta tarde de estantería en estantería?

Bueno. Todo tiene su fin; así que ahora, llena la cesta, solo queda pasar por caja y retratarse.

Doblo uno de los largos pasillos y me encuentro una hilera formada por más de 20 personas que esperan pacientemente su turno. Nueve cajas preparadas y solamente una está atendida; además tengo la desgracia de que está atendida está por la señorita del cierre.

Una de dos; o en este país no quiere trabajar ni Dios y somos gilipollas, o los empresarios son todos unos sinvergüenzas y los clientes gilipollas por aguantar estas humillaciones. Lo pienso, e inmediatamente caigo en la cuenta de que, tras sopesar la cuestión, llego a una certeza: en cualquier caso, siempre los clientes somos gilipollas.

Siento como el cabreo se va apoderando de mí; pero el recuerdo de la señorita lanzando el cierre hacia arriba y lo que siempre me dice mi “inquisidora conyugal” en estos casos: “Siempre tienes que dar la nota por donde vas” me disuaden de abrir la boca; así que opto por la cristiana resignación y espero pacientemente mi turno.

Poco después me doy cuenta que a mis pies se encuentra una bolsa medio llena (para los agonías medio vacía) de productos. Está abandonada. Seguramente se trata de la típica argucia femenina de ponerse en la cola y luego ir llenándola. Sin cortarme un pimiento la aparto con el zapato a un lado y ocupo el lugar.

No ha pasado un minuto, cuando una señora se dirige a mí diciendo con cierto aire de enfado:

- ¡Oiga! ¡Esa bolsa es mía!- señalando la bolsa en cuestión.

- ¿Es suya?- le contesto señalando la bolsa. ¡Pues hace un rato le pregunté y todavía no me ha contestado! le respondo irónicamente.

- ¡Encima con cachondeo!- me increpa la señora.

- Pues sepa usted que esa bolsa es mía y ese es mi lugar en la cola.

- ¡¡Y una leche!!- le contesto ya sin ironía y advirtiendo que medio súper-mercado está pendiente de nosotros.

No estoy dispuesto a ceder ante tal descaro y falta de respeto; así que me cruzo de brazos, y más tieso que don Tancredo, me afianzo en el puesto conquistado en la cola, al tiempo que trato de hacer oídos sordos a la retahíla de denuestos y protestas que, doce personas más atrás, se la escucha decir a la señora.

Parece que el asunto se ha calmado un poco. La hilera de penitentes va menguando poco a poco, con extrema lentitud. Ya solo tengo que tener un poco más de paciencia y me tocará el turno. En esos momentos, se alza una voz femenina.

-¡A ver! Vayan pasando por aquí.

En cuestión de milésimas de segundo, la ordenada hilera sufre una convulsión, y observo a la señora de la bolsa abandonada, que está la primera para pagar en la caja que ha quedado abierta en esos momentos. Me mira con descaro y sonríe. Inmediatamente me viene a la mente la imagen del personaje de dibujos animados que se llama “Lindo Pulgoso”. Miro para atrás, a la antigua hilera, y no hay nadie. Soy el último.

Decididamente no entiendo el mecanismo ordenancista de este asunto de las colas.

Ten paciencia. Me digo a mí mismo. Ya te falta poco para acabar y liberarte del rollo este de la compra.

Solo tengo una señora delante, que parsimoniosamente va colocando los productos en la cinta transportadora. Mi ubicación coincide con una salida del aire acondicionado, y un chorro de aire helado se clava en mi cuerpo.

Por fin, la señora que me precede parece que ha terminado.

- 34 con 60- anuncia la cajera.

- ¿34 con 60? ¿Cómo puede haber subido tanto?- responde con extrañeza la señora.

- Es lo que importa su compra, señora- responde fría y cantarinamente la cajera.

- A ver- dice la señora al tiempo que comienza a repasar la factura.

- ¿Pero no estaban en oferta los yogures?

- Si señora, pero los de marca “X”, y usted lleva de marca “Y”.

A todo esto siento una puñalada trapera en el costado que recibe de lleno el chorro del aire acondicionad, al tiempo que la señora de la bronca por el puesto en la cola desfila delante de mí hacía la puerta de salida ofreciéndome descaradamente una sonrisa burlona.

-¡Ojala tropieces y te rompas los dientes!- pienso al tiempo que la sigo con la mirada.

Vuelvo mi atención a la señora de la factura y observo que busca y rebusca en un diminuto monedero el dinero necesario para abonar su compra. Parece que tiene problemas para poder identificar las monedas.

-¿Son estos 50 céntimos, hija?- pregunta a la cajera mientras mira las monedas por una cara y por la otra sin poder comprobar el valor de las mismas.

-No señora. Son 20 céntimos.-

- ¡Pues no me alcanza para la compra! Y el caso es que yo tenía un billete de 5 euros por algún sitio- comenta al tiempo que comienza a buscar el dichoso billete en lo más profundo de un enorme bolsón.

Mientras espero el desenlace del asunto de la señora, observo que los clientes que optaron por pagar en la otra caja, ya están todos atendidos. Contra la fatalidad no hay nada que hacer; así que me resigno, y espero con más paciencia que el santo Job a que me toque el turno de una puta vez.

Todo se soluciona cuatro eternos minutos después. La señora ha tenido que dejar parte de la compra y yo no puedo mover el cuello debido a la corriente de aire frío. ¡Ya veremos si esto no me cuesta un disgusto y, de propina, unos días de baja!

Aburrido, cansado; me dispongo a terminar el suplicio y comienzo a dejar los artículos en la cinta transportadora con un orden prefijado, con el fin de que entren todos en el pequeño carro de la compra. Los más grandes los primeros y en el fondo, luego trataré de colocar en los huecos aquellos que no pueden ir tumbados. Todo marcha perfectamente. Coloco el botellón de coca-cola, y en un arranque de la cinta, sale disparado hacía el suelo…..¡¡a tomar por saco la botella!! ¡Dos litros del oscuro líquido por el suelo!...¡¡no doy crédito a lo que ha pasado!!

-Voy a por otra botella, señorita. ¿Quién limpia esto?- pregunto acongojado.

-Ya lo recogerán; pero no me pise usted el charco y me ponga todo esto pringoso- me dice la cajera al tiempo que lanza literalmente el resto de productos a una pequeña plataforma.

Derrapando por los pasillos ante la mirada curiosa de los clientes, me dirijo a la estantería de los botellones. Tras recuperar el preciado líquido, salgo disparado, de nuevo, hacía la caja. Ahora solo queda coger el puto carro (nadie se lo ha llevado por desgracia) e ir colocando los productos.

No he comenzado, cuando la cajera me anuncia:

-24 con 30.

Inmediatamente dejo la labor de estiba y ofrezco un billete de 50 euros.

-No tengo cambio.

¡Lo que faltaba! Ahora resulta que el hiper-mega-chachi súper-mercado, que recauda miles de euros al día, no dispone de cambio.

-Espere un poco a ver si recojo algo de cambio de otros clientes- anuncia secamente la cajera, al tiempo que aparta mi compra bruscamente hacía un lado con una especie de separador de madera, para dejar espacio a la compra del siguiente cliente.

Con más velocidad que se mueven los dedales de un trilero, los productos pasan de manos de la cajera a los de mi vecino, y de este a su carro. Lo malo es que ya no sé distinguir entre mi compra y la suya. Un sudor frío se apodera de todo mi cuerpo a pesar del aire acondicionado.

Agobiado, cabreado, nervioso, levanto los brazos y grito:

-¡¡Quietos paraos!!- cesa inmediatamente toda actividad y todas las miradas se clavan en mí. Solo el puñetero compresor del aire se deja oír en el local.

-Señorita. Por favor. Le importaría esperar treinta segundos de nada a que termine de guardar mis cosas; me devuelva la vuelta del billete que le he dado; y no se le ocurra decir que no tiene cambio o se monta aquí una peor que la de Puerto Urraco. Lo pinta, lo pide, que se lo manden por Seur o como le salga de las narices. Pero por lo que más quiera en este mundo; espere a que termine sin agobios de guardar las cosas…. ¿le vale así o se lo digo en verso?

Recorro con una mirada asesina al resto del personal que me mira asombrado…..silencio.

Tomo una bocanada de aire (helado, por supuesto) y continúo colocando paquetes en el carro de la compra. Una vez terminado, extiendo la mano y digo:

-¡Mis 25 con 70!

Con cara de susto, la joven me da el cambio exacto.

-Muchas gracias. Y ahora pueden continuar volviéndose locos.

Una hora y trece segundos después de entrar, abandono el odiado súper-mercado. Miro a mí alrededor y marcho a casa rezando para que no se atraviese en mi camino ningún problema. Si algo pasase, ya estoy mentalizado para terminar en comisaría o en urgencias.

Un psicópata anda suelto por la ciudad tirando de un carro de la compra.

 

Arevacoss