Rojo

Mi escritorio está frente a una ventana, la ventana tiene blancas rejas y en las rejas hay una verde enredadera durante toda la primavera y todo el verano. Es un verde muy agradable desde el interior, que se transforma al ser traspasadas las hojas por los rayos de luz. La enredadera me hace verdadera compañía, hablo mucho con ella y cada día está más hermosa. Anochece muy tarde en verano y el calor obliga a mantener la ventana abierta, con lo que el contacto entre nosotros es casi permanente.

Pero una vez más, los días se acortan y vuelve el frío. Si darme cuenta la ventana se cierra, y con prontitud la persiana baja. Vuelve la vida rápida, la vida del mucho hacer y poco disfrutar, olvido mis sueños y la olvido a ella.

Sorprendentemente, un mes o dos después de cerrar la ventana para protegerme del frío, la enredadera me llama en un grito agónico. Se vuelve roja, todas sus hojas se vuelven rojas para llamar mi atención, está gritando, sacrificando su naturaleza clorofílica por hacerse oír, por hacerse oír en rojo. Vuelvo a abrir la ventana. Pero ya es tarde, se ha desgastado en un último éxtasis de amor, sus hojas rojas ya no podrán ser verdes. Su llamada desesperada es a su vez su anuncio de muerte. Y muere, sus hojas caen y en las blancas rejas sólo queda el esqueleto desnudo y seco.

Pero muere con un sueño. Muere soñando con un resurgir primaveral, renaciendo con más fuerza y más esplendor, y hará una nueva revolución. Romperá con sus ramas los cristales y penetrará en mi habitación enredándose en mi cama, donde el calor y la luz artificiales la mantendrán con vida en todas las estaciones. Me abrazará cada noche y mantendremos vivos nuestros sueños.

Madrid, marzo de 2005  

Daniel G. Rubiano