Tesón

Aquella mañana, en el trabajo, y por el tono enfático era menester entenderlo como un halago, alguien le había dicho:

- Lo mejor de ti es el tesón con el que encaras las dificultades.

Divagaba sobre la frase de lápida en la parada del autobús, al tiempo que inhalaba monóxido de carbono de los tubos de escape y, sin certeza, concluyó: "Puede que tenga razón".

No era demasiada la leche ordeñada a la ubre de la existencia, pero se sospechó artífice de su propia vida. Por si las dudas, intentó reafirmarse: Eso, desde luego".

Entretenida en la lista de la compra, de repente, apresó una ráfaga intuitiva: "¿Era el tesón una cualidad? Aunque a menudo y con distintos enfoques se había cuestionado la tesis, machacó sobre ella intensamente, y de nuevo se extravió en el enigma.

Hace mucho había comprobado que, dentro de ella, anidaban sendos interlocutores en perpetua lucha dialéctica. Sus dos yoes íntimos mantenían un incesante debate sobre aquella conjetura. El litigio despedía una antítesis salvaje: "Si las pezuñas de las cabras son durísimas y adaptadas a lo abrupto del paisaje, se debe, exclusivamente, a la necesidad de sobrevivir". Un sumidero en espiral engullía la respuesta.

Tal vez, por esa contradicción sin resolver, un rato antes había reaccionado frente al piropo con un punto de agresividad del que ahora se arrepentía. Su inconsciente lacónico - travestido en refranero - espetó al compañero:

- A la fuerza, ahorcan.

En justicia, el elogio del chico no merecía una salida tan antipática. Se disculpó: "En fin, ya está hecho" y lo achacó al cansancio: "Al cabo, agota demasiado sostener el peso del tesón". Su mitad rebelde contrapuso: "¡Estrafalario modo de desalojar culpabilidades•/'

Fuera esa la causa u otra distinta, "total, daba igual", lo que anhelaba de veras era un giro de ciento ochenta grados: "Aquí, ahora y para siempre".

Lo único que consiguió es que llegara el autobús.Los que formaban la cola subían con lentitud. Prevenida, auscultaba con las yemas dentro del bolso para localizar el abono transporte: "Inútil, acarreas demasiadas pertenencias'. Mientras rebuscaba sin conseguir su propósito, el otro yo le recriminaba la manía femenina de convertir los bolsos en baúl de futilidades: "Deberías hacer limpieza y tirar los trastos inútiles". Como era habitual no lo encontraba; era difícil dar con algo concreto entre tanto cachivache. Recurrió a la vista, localizándolo entre pañuelos, bolígrafo, calculadora, llaves, funda de gafas, compresas higiénicas, un par de medias de repuesto, grageas para los gases, lima de uñas, pastillas contra la acidez de estómago, caramelos, un libro, productos de belleza, agenda a juego con la cartera, cepillo del pelo y papeles varios. Se felicitó: "Es maravilloso no ser ciega". La réplica se impuso de inmediato: "El que no se conforma es porque no quiere. Aunque, sin que sirva de precedente, es verdad: muchos están peor que tú".

Le tocaba el turno y con el equilibrio de un funambulista inestable sobrevoló el escalón. Se aconsejó calma: "Todo llega, no te desanimes". El yo realista dictaba: "Déjate de monsergas y procura no caerte". Con la perfección de un malabarista, pudo enseñar su hallazgo al conductor y apresar, simultáneamente, una barra aseguradora que le ayudó a resistir el acelerón que aquél imprimió al vehículo en su precipitado arranque: "Pareces un mono colgado de una rama". Sonó otra voz: "Piensa en lo que debes, en lugar de imaginar pamplinas". De no haberlo conseguido, o sea lo de asirse, tampoco se hubiese caído; sus flancos se hallaban apuntalados por múltiples sobacos palpitantes: "Alguno debería lavarse". Por casualidad, coincidieron: "Acepto la moción".

En realidad estaba encarcelada. No podía moverse un ápice. El pasillo del autobús, hacia el fondo, era una entropía de cuerpos abigarrados en posiciones acrobáticas. Los empujones le hacían daño en la espalda. Su yo práctico le recomendó paciencia: "Nada es, todo fluye" porque el río de viajeros, tarde o temprano, acabaría bajándose. Luego: "Careces de ideas propias, te has copiado de Heráclito".

Le quedaban, aún, muchas paradas hasta su destino. Lo del destino, aunque fuera con minúscula, le supo a exageración: "Debería dedicarme a la farándula, daría juego en un espectáculo. Lo mío es la oratoria". Escuchó: "Date por contenta con un trabajo estable". Su ruta consistía, todos los días laborables, en regresar del trabajo al hogar, bastante cansada y encontrarse a la llegada, de bruces, con las aburridas tareas domésticas: "Una vida vulgar la tuya, ¿en?", le malmetió sin proponer alternativas su lado aventurero. "Te supera el afán de querer ser la más bella del baile". De un manotazo abstracto se quitó el desaliento de lo monótono y se esforzó en concentrarse en asuntos prácticos.

De pie, aferrada a la barra, organizaba mentalmente el orden de prioridad que requería su urgente actuación. Aquél empeño cristalizó en fastidiosa trilogía: "Mercado, lavadora y cena". Su desenvuelto yo, elaboró una colección mínima de ingredientes imprescindibles para el menú: "Patatas, huevos y fruta" y añadió un plano geográfico de las tiendas donde adquirir las viandas: "Antes de subir a casa, lo arreglas, así perderás el menor tiempo posible". Le asaltó: "¿Porqué no te vas a un restaurante?"

Un frenazo súbito le mudó las controversias y le obligó a desprenderse de aquél cilindro que ya parecía prolongación de su brazo, estirado abusivamente, y pegarse a la abrazadera de un respaldo cercano, como mejillón a la roca.

Segundos después un grito le alertó: "Sitio libre a la vista, a por él". "Bien pensado, estamos derrengadas". Le costó sinuosas contorsiones pero consiguió apoltronarse en el espacio que acababa de dejar vacante una chica, a pesar de la denodada competencia con un señor de muy buena facha: "¡Qué suerte!" El eco interior bramó: "A cualquier nimiedad le llamas tú, suerte. Además, hay de dos clases, también de la mala".

En el sopor del autobús se mecía a gusto, igual que un vaivén de nana. Restó atención a las chácharas circundantes y se imbuyó en sus reiterativas consideraciones: "¿Será posible dejar, alguna vez, la mente en blanco". "Los faquires lo hacen?" "También sueñan con púas". "Responde con acierto en vez de divagar". La contestación se agazapaba en la inquietud de las neuronas: "El tesón es perseguir lo que se quiere hasta alcanzarlo". Sin embargo: "Hay que saber, primero el objetivo". Por supuesto: "Eso acarrea riesgos". Claro: "Depende de si eliges vivir o te acomodas a la supervivencia".

Se conocía en exceso y temió la cansina pugna de sus yoes: "Hoy no tienes el cuerpo para ruidos". Le reprocharon: "Culpa tuya, así que procura desconectar". Como ejercicio impuesto, centró su interés en derredor. La pareja de novios hablaba del tema del día:

- Si se quiere algo, hay que luchar por ello. - A veces no se puede. La voluntad suele fallar cuando más falta hace. - De acuerdo, pero entonces, prohibido quejarse.

- Las indecisiones, la incoherencia, los desánimos nos manejan. Vencerlos no es fácil. Soy incapaz.

- Si te expresaras en positivo tendrías mejor pronóstico.

- ¿Tú de que vas?

- ¿Yo?, de nada.

- Entonces, gracias.

Se asustó en serio: "¡Madre mía!, la telepatía existe". En tono burlón: "No seas tonta, es imposible que hayan oído tus pensamientos". "Equivocas tu papel, tendrías que enseñarme cómo meditar en silencio". "¿No creerás de verdad que te inspeccionan extrasensorialmente?".

Procuró enjuagarse el miedo a un supuesto control con una inmersión de realidad. Miró por la ventanilla para orientarse, buscaba un edificio conocido y corroboró que su parada era la próxima. "Como sustituyan el cine por una entidad bancaria te quedas sin punto de referencia". "Ya encontrarás otra, eres más hábil de lo que admites". Se levantó, se acercaba despacio a la salida, desplegando el ritual necesario para no acabar en el suelo. Tocó el timbre, se encendió el panel luminoso del conductor. Apenas un momento antes de abrirse la puerta, notó un roce fugaz del cuerpo de un hombre contra el suyo. Le había tocado el culo por encima del bolso. Se le humedeció la fantasía: "Aún gustas". Hubo una desagradable réplica: "No te hagas ilusiones, habrá sido sin querer". El autobús paró en seco.

El señor se apeó primero y ella consiguió hacerlo después de algunos viajeros. Al pisar la acera se le escapó un suspiro de oxígeno, como si liberara la opresión con el resuello: "Demasiadas sardinas en la lata para prorratear el aire". Luego: "Siempre con el estrambote en la palabra'. Un relámpago de certeza le impidió escucharse: "¡Mi monedero!". "Busca, estará en la manigua del bolso". Los dedos fallaron en el intento: ¡Maldita sea! Le dieron un aviso: "Espera un poco, no te desesperes, mira mejor". Pero la imagen retrospectiva puso de manifiesto lo sucedido; sin embargo quiso comprobar con la vista la ausencia de la cartera, cerciorarse con los ojos, dar crédito a la escena anterior...

La secuencia fue rápida, la decisión súbita, el convencimiento lúcido: "Acaban de robarme el dinero de la cena". Sobre el disgusto, la reprimenda: "Eso por ir despistada". "Se va a enterar" "No seas loca".

Aceleró el paso, estiró el pescuezo y a lo lejos descubrió al profesional: "Ha sido él". "No puedes demostrarlo". "Estoy segura". "Adelante". Sin entretenerse en verificar cuál de sus yoes acuñaba la orden, atravesó el paso de peatones y se colocó a su altura. El individuo esperaba el verde del semáforo para atravesar. "Es tu dinero". "Y los documentos". Se puso detrás y le tiró de la manga, el hombre se volvió sorprendido. La actitud de ella, aunque intrépida, se manifestaba dulcemente, con educación y timbre cándido:

- Por favor: ¿me da mi cartera?

Él, atónito, obedeció a la petición en el acto. Abrió su chaqueta, extrajo del bolsillo interior izquierdo el monedero y musitó: - ¿Es ésta? - Sí. Muchas gracias.

La recogió de su mano. Dio un viraje incompleto y se alejó sin prisa aparente, como en volandas sobre pasitos de Geisha: "¡Qué nivel el del caco!" El otro yo corroboró con sorna: "Toma nota, lista. Ha dado con el monedero a la primera entre tanto galimatía de objetos con los que cargas". Se defendió: "Carezco de pupilas dactilares".

A media distancia le entró pánico: "Si te hubiese sacado una navaja, ¿eh?" "No se me había ocurrido"." ¿Y si no hubiese sido el ladrón?" "¡Menudo ridículo!" "Sencillamente has perdido el juicio". Palpaba el terror: "A ver si te sigue". "De eso nada. Yo no me vuelvo". "Entonces huye". Y se echó a correr.

Ensayó a tranquilizarse con su estratagema preferida: "Aleja la angustia con palabras melódicas". "No va a funcionar". "Inténtalo". El caos, esta vez, se imponía a sus consignas. El otro yo se puso pesado; "Venga, prueba". Titubeó: "Vehemencia". "Sigue". "Tenacidad, empeño, ánimo, insistencia". "Más". "Arrebato, tozudez, ímpetu, perseverancia". "Firmeza, obstinación, enérgico, resistencia". Tras la retahíla, formularon al unísono, como por ensalmo: "¿La palabra origina cambios?" y, ante la repetición cíclica que se avecinaba, sus mitades se agruparon en una risa floja de complicidad: "Eres única". "Rara más bien". Sé abrazó a sí misma aceptándose dividida y, sin resignarse, exclamó en alto:

- "¡Al parecer, el tesón es ineludible hasta para viajar en autobús!"

Inma Repetto Jiménez

Primer premio del 8º Certamen de Relato Corto

Con la colaboración de la Universidad Popular de Alcorcón