Un día de circulación

    Son las 07´00 AM de una lluviosa mañana del mes de Noviembre de cualquier año. Después de haber tenido que bajar por las escaleras desde el séptimo piso porque el ascensor reglamentario , como es habitual, no funciona debido al incivismo del “asaltatrenes” de turno que se ha dejado la puerta abierta; me dirijo mirando sin ver, hacia un bulto que mi memoria identifica como el coche de mi propiedad. Después de seis o siete intentos de abrir la cerradura, me doy cuenta que la memoria me ha jugado una mala pasada, y estoy intentando abrir un coche que a algún vecino envidioso se le ha ocurrido comprarle del mismo modelo y color que el de un servidor de ustedes. Avergonzado, y mirando de reojo – ojalá no me haya visto nadie – localizo mi “buga” cuatro vehículos mas allá.

    Apurado por las prisas y empapado por la lluvia - ¡mira que hay mas días que longaniza, y tiene que llover precisamente hoy!- decido no quitarme la gabardina, que sin darme cuenta queda pillada por la puerta una parte de la misma y colgando como un ancla, queda la hebilla del cinturón.

    Ajeno por completo a esta circunstancia, y tras más de cinco intentos – tengo que cambiar de una vez esta jodida batería- consigo hacer que mi caballo de metal ruja; eso si, debido a la trasnochada y a los trienios que acumula, más que rugir se queja y petardea como un asmático. Así que en primera y utilizando el socorrido punta-tacón para que no se cale, me dirijo a incorporarme a la arteria principal.

    Debido a que es de noche, y a la cantidad de lluvia que está cayendo, solo llego a divisar, de una forma vaga e irreal, un rosario de cegadoras luces blancas y rojas multiplicadas por la refracción de la luz en las gotas del parabrisas – tengo que cambiar las gomas del limpia, o ¿mejor las mango? – que no dejan un jodido resquicio para incorporarme.

    Tras cuatro minutos, que parecen horas, de pelea con el jodido “relentí”, de soportar el “bu-bu, bu-bu” del limpiaparabrisas, y el “clin-clan,clin-clan” del obligado intermitente; en un arranque de decisión por mi parte, e indecisión de otro usuario de la vía; consigo meter el morro en ese trozo de rosario que democráticamente me pertenece; pero solo tengo dos pies y son tres los pedales; lo cual trae como resultado que el coche se pare, quedando en diagonal al sentido de la circulación. El ciudadano que tuvo la indecisión; herido en su amor propio y obstaculizado su paso por un imbecil como yo, me regala con una atronadora pitada y con un cambio de luces que me dejan durante unos segundos, mas ciego que el flash de un fotomatón.

    Acordándome de toda su parentela, consigo arrancar el coche, y en una salida digna del Fernandito Alonso, me incorporo por fin a la larga procesión, mientras trato de colocarme de una manera cómoda en el asiento y trato de que la gabardina – me la tenía que haber quitado – me moleste lo menos posible.

    A una velocidad que en algunos momentos supera la increíble cifra de cuatro km/h, y situado por caprichos del destino detrás del camión de la basura, consigo recorrer los 500m que me separan de la primera glorieta; tras lograr superar los cinco semáforos – todos pillados en rojo naturalmente – y diez paradas del susodicho camión coincidentes con ocho portales vecinales. Y a todo esto, voy escuchando un “clin-clin” muy sospechoso.

    Tras un golpe de astucia y realizar un adelanto suicida – eso si, dando el intermitente correspondiente – por fin supero al odiado camioncito, al mismo tiempo que observo por el retrovisor como gira a la derecha y abandona definitivamente mi dirección. Triunfante me lanzo a incorporarme a una vía rápida, que solo hace gala de su condición en los días intermedios del puente de la Constitución.

    Apurado, miro el elegante reloj digital de cuarzo que lleva equipado el vehículo y me quedo pasmado… las 08´30 h ¡imposible! Tras quedarse mi mente en blanco durante unos segundos tratando de descifrar el misterio, caigo en la cuenta que hace unos días han cambiado la hora oficial, y un servidor de ustedes, que es despistado por naturaleza, no ha corregido en el reloj semejante evento social. Picado en el orgullo, y a tientas, busco un lápiz que tiene que estar en algún sitio de la guantera – como me está jodiendo la puta gabardina; me la tenía que haber quitado -. No después de haber tenido que sacar casi todos los papeles – la mayoría no sirven para nada – consigo dar con el dichoso lápiz y comienzo a pulsar con la punta un diminuto botoncito que regula las horas. Tras realizar más intentos que un torero borracho con el estoque; consigo acertar, cuando coincido con un agujero de esos que existen a miles en las carreteras y que muy civilizadamente llamamos baches, y la punta del lápiz se clava bruscamente en el botoncito de marras. ¡Ahora si que la hemos jodido!, el botoncito se ha colado y las cifras del reloj saltan a la velocidad de los números de una maquina tragaperras.

    Burlado por el endiablado aparatejo y jurando en arameo, trato de olvidarme del asunto y apuesto por concentrarme en la circulación, ya que la velocidad se ha elevado de manera sustancial. Ahora alcanzo los 10 Km. /h. Ya no suena el “clin-clin”; ahora es un “requiticlin” que me empieza a preocupar. ¿Qué leches puede ser ese ruido?

    Poco a poco la lluvia va amainando y la luz de un nuevo día va iluminando la ciudad. Hace casi una hora que he salido de casa y me queda la mitad del recorrido. Inevitablemente voy a llegar tarde a la cita.

    Acuciado por un ataque de angustia y claustrofobia, tomo la sublime decisión de abandonar la vía rápida y cortando por lo sano me sumerjo en la tela de araña de las calles de un viejo barrio del extrarradio.

    Durante unos metros avanzo con meridiana rapidez; pero siendo consciente de que el trazado de las calles me alejan poco a poco del rumbo que debo seguir. Como un fugitivo acosado por una jauría de perros, zigzagueo por un conglomerado de calles tratando de buscar una salida de este laberinto. Al fondo se divisa una nueva hilera de coches que poco a poco se incorporan a lo que debe ser una calle principal. Sin dudarlo me añado a los penitentes y cuando ya no tengo otra opción me doy cuenta de que vamos a desembocar a la vía rápida que hace unos minutos he abandonado cobardemente... ¡Me cago en todo! Cabreado, humillado, perplejo, compruebo que apenas he ganado un kilómetro desde el punto de salida y encima he perdido otros quince minutos.

    Acordándome del famoso Alcoyano para sacar moral de donde no puede ser, trato de colarme en la hilera que parece avanza más deprisa. Utilizando tácticas de guerrilla automovilística, he conseguido ganar unos puestos, y ante todo, consigo elevar mi autoestima- ¡menudo soy yo! - ; pero el mal nacido de Murphy con su puñetera ley, empieza a hacer estragos en mi floreciente suerte. Cada vez que tras osadas maniobras consigo colocarme en la hilera que avanza, esta se para, y con cara de bobo observo como el coche que me precedía en la hilera anterior, me sobrepasa descaradamente.

    Por fin alcanzo el punto de salida de la puñetera vía de circunvalación y comienzo a circular por una avenida de una zona industrial, que sorprendentemente está con una circulación fluida. Tratando de aligerar la mezcla de estrés, impotencia, frustración y cabreo; acelero ganando unos minutos y sintiendo una especie de liberación sicológica. No he circulado 1 Km., cuando mis sentidos captan un flash por la retaguardia. Alzo la vista hasta el retrovisor, y advierto un vehiculo de color blanco casi escondido detrás de un contenedor de basura, y con una “cosa” negra encima del salpicadero. ¡Me cago en la leche!, ¡ya me han fichado! Miro al velocímetro del vehiculo y rápidamente realizo un calculo mental. Doce mil cucas que me van a soplar. Se jodió con creces el presupuesto mensual, y encima, cuando se entere “la doña” me va ha poner de imbecil hasta las cejas.

    Roto; totalmente roto mi sistema nervioso, llego a la calle donde hace 45 minutos que, en teoría, me esperan. Con ansiedad trato de encontrar algún hueco que me permita estacionar y rezo para que la Divina Providencia me depare un poco, un poquito de suerte. ¡Y una leche! Después de dar hasta cuatro vueltas a la manzana, opto por dirigirme a un aparcamiento público que creo recordar existe unas calles mas arriba.

    Acordándome de la madre que parió al Alcalde, al Ayuntamiento, a los coches, a mis conciudadanos, a la lluvia, a la sociedad de consumo y a la sociedad del bienestar; llego al mencionado aparcamiento y al bajarme de mi fatigado caballo de metal, descubro el significado del “clin-clin” y del “requiticlin” que ha sido mi compañero durante todo el calvario. La hebilla de la gabardina, aparece ante mis ojos totalmente destrozada e inservible para su cometido, amén de que el trozo de gabardina que quedó pillada por la puerta, está chorreando agua, negra como el carbón y mas deshilachada que el pendón de los Comuneros en Villalar.

    ¡¡Me la tenía que haber quitado, coño!!

 

Arevacoss